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Comer en la escuela > Luis Alemany

Parece ser que la problemática de los comedores escolares ha podido paliarse (muy en última instancia del comienzo de curso), aunque no tenga uno demasiado claro cuál ha sido el precio preciso de tal componenda, puesto que se han sucedido -en menos de una semana- acontecimientos confusos y muy poco halagüeños a ese respecto; el súbito cierre de la empresa concesionaria de tal servicio hasta el momento (¿cabría preguntarse el motivo de ese cierre?), y la urgente convocatoria de un concurso para sustituirla, que -por lo visto: a la vista está- se ha cubierto de inmediato, con el tiempo imprescindible para servir el primer plato de potaje lectivo, por más que todos deberíamos saber que las prisas no son las mejores consejeras; sin contar las protestas de las asociaciones de padres de alumnos acerca de que ese servicio gastronómico se ha incrementado en el 20%, lo cual no parece una coña marinera, y mucho menos en los tiempos que vivimos; sin olvidar la grotesca amenaza discriminatoria -que ya se ha planteado Esperanzadamente en Madrid- de que los niños se traigan la fiambrera de casa y paguen tres euros por comérsela.

Posiblemente estas cuestiones de los comedores escolares vayan más allá -mucho más allá, claro- del supuesto servicio social complementario que ofrecen, para inscribirse en complejos territorios, profundamente imbricados en el ámbito docente en el que se sitúan: tal vez no deberíamos olvidar una alarmante perspectiva sociológica (porque la hipocresía social es muy cómodamente inhibitoria) que da noticia de que, desde hace muchos años, son miles los niños canarios que la única comida diaria que llevan a cabo con cierta contundencia es la escolar del mediodía; a partir de lo cual pudiéramos adentrarnos en territorios dietéticos, adecuamiento en hábitos gastronómicos o educación culinaria, que va más lejos de la inmediata supervivencia nutritiva, para ofrecer a los escolares una valiosa docencia complementaria; sin olvidar -antes al contrario- el muy alentador espíritu convivencial que supone aprender a comer en compañía, que es un valor democrático sumamente importante.

Adentrarnos en estos territorios gastronómicos, tal vez resultase un tanto marginal, por más que uno considera que la comida (sea escolar o de cualquier otro tipo) es una fuente de cultura que enriquece a quien participa de su práctica; de tal manera que esta problemática -que aquí se comenta- rebasa con mucho la estricta funcionalidad social, desde la que se plantea para abrirnos sugerencias culturales que puedan enriquecer a nuestros discentes: no olvidemos -desde una perspectiva histórica- que lo último que hizo Jesucristo, antes de inmolarse, fue cenar acompañado por una docena de amigos.