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Disensiones y quimeras – Por Juan Hernández Bravo de Laguna

El denominado curso político ha comenzado en España con una intensidad y una fuerza inusitadas. Han coincidido en el tiempo varios acontecimientos de la mayor trascendencia para nuestro futuro colectivo y para la asunción de nuestro pasado; y esos acontecimientos han generado reacciones también importantes y decisivas. El rey ha utilizado la hace poco inaugurada página web de la Casa Real como instrumento de comunicación social y política, y se ha dirigido directamente a los españoles para expresar su opinión sobre lo que nos está pasando y para adoptar una posición al respecto. Cataluña ha renovado su nunca abandonada ofensiva soberanista -independentista-, ha amenazado al Estado y ha vinculado su permanencia en el mismo a que se acepte sin condiciones su exigencia de pacto fiscal. Y, finalmente, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, ha dimitido y el dirigente comunista Santiago Carrillo, representativo de una época y de una forma de hacer política, ha fallecido en Madrid.

Fuentes de la Casa del Rey han precisado que la carta ha sido una iniciativa del propio monarca, de la que se informó al presidente del Gobierno, y que no puede interpretarse únicamente en clave catalana, sino también, y de igual manera, como una apelación en favor de la paz social y en defensa de las instituciones de nuestra democracia.

En su inesperada carta, el monarca hace en primer lugar un llamamiento a la recuperación del espíritu de nuestra transición política, en particular “la renuncia a la verdad en exclusiva” (¡qué pocos españoles renuncian a eso!), y después un llamamiento paralelo a la unidad: “Estamos en un momento decisivo para el futuro de Europa y de España y para asegurar o arruinar el bienestar que tanto nos ha costado alcanzar. En estas circunstancias, lo peor que podemos hacer es dividir fuerzas, alentar disensiones, perseguir quimeras, ahondar heridas. No son estos tiempos buenos para escudriñar en las esencias ni para debatir si son galgos o podencos quienes amenazan nuestro modelo de convivencia”.

Desde diferentes perspectivas sociales y políticas se ha debatido no tanto la oportunidad de la misiva real, que es indudable, sino su conveniencia en términos constitucionales. Por ejemplo, desde el nacionalismo se ha acusado al rey de no ser neutral, de haber perdido la neutralidad ante las distintas opciones políticas; y, a su vez, desde las pancartas y la protesta callejera se le ha censurado por no respetar supuestamente la libertad de expresión y participar en el debate político. Vayamos por partes. Como se ha escrito en algunos medios, el rey no está de adorno o de florero protocolario, y la Corona es una institución del Estado que tiene delimitadas constitucionalmente sus funciones y competencias. En concreto, el rey arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones y es el símbolo de la unidad y permanencia del Estado. Estamos acostumbrados a que no diga nada, salvo obviedades, y a que su única comunicación con la ciudadanía sea su mensaje de Navidad, un breve texto repleto de lugares comunes y buenas intenciones, al que los medios se afanan en buscar una trascendencia que no tiene. Pero eso no significa que siempre tenga que limitarse a un guión tan anodino. Sin ir más lejos, en su último mensaje navideño hizo alusiones muy precisas al grave caso de la presunta corrupción de su yerno Urdangarin.

Como símbolo de la unidad y permanencia del Estado, y, por consiguiente, como garante del orden constitucional, no se puede pretender que la Corona permanezca en silencio ante las proclamas que persiguen la destrucción de ambos. Eso sería una flagrante -y culpable- dejación de funciones. Porque hay que repetir con la mayor claridad y contundencia que “la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”, según establece su artículo segundo. Y que la independencia de Cataluña o de cualquier otro territorio, e, incluso, la mera convocatoria de un referéndum sobre la cuestión, quebrarían radicalmente la Constitución y alterarían tan sustantivamente los fundamentos del sistema que requerirían, no ya la reforma constitucional previa, sino la derogación del texto constitucional y su sustitución por uno nuevo.

En cuanto a la exigencia de refrendo para los actos del rey, se refiere a los actos de contenido y trascendencia constitucionales, y no a sus comunicaciones y manifestaciones verbales o escritas, como su mensaje de Navidad, esta carta o sus declaraciones o entrevistas periodísticas. Sostener lo contrario sería reducir al rey al papel de una marioneta prisionera del poder político de turno.

¿Qué decir de Cataluña? Se suele citar la opinión de Ortega y Gasset, quien en 1932 advertía que el problema catalán no tiene solución y hemos de aprender a convivir con él. Y el problema catalán es que los nacionalistas catalanes quieren la independencia, y lo demás son coartadas y excusas. Ahora es la exigencia del pacto fiscal y en otras ocasiones serán otras. Cualquier cosa vale para responsabilizar al Estado de una ruptura que está en la base de sus ideas y su acción políticas. Para responsabilizar al Estado de una falta de lealtad institucional que les hace usar la Constitución, el Estatuto y las leyes como meros instrumentos de usar y tirar. Y así nos va.