me pagan por esto > Alfonso González Jerez

Intenten okupar su cabeza > Alfonso González Jerez

Hace varias semanas fue públicamente conocido un nuevo movimiento político de crítica y contestación política que proponía una acción concreta, una sola, pero por decirlo suavemente, muy estruendosa: ocupar el Congreso de los Diputados. Tardó muy pocas semanas en encontrar simpatías y apoyos en las redes sociales, y con posterioridad una plataforma semifantasmal, ¡En pié!, ha difundido sucesivos manifiestos dotados de una prosa entre lírica y marcial, con el objetivo de acumular supuestos argumentos y redefinir continuamente, con evidente oportunismo, el alcance real de su propuesta. De esta manera, de ocupar el Congreso se ha pasado a sitiarlo y, ahora mismo, a rodearlo con una manifestación o una acampada. Es interesante la iniciativa: ofrece, sintomáticamente, una prueba de la estupidez, liviandad, irresponsabilidad, despiste e infantilismo que nutre una parte no pequeña de la izquierda política y social española. Y también canaria: los impulsores del 25-S han encontrado en esta comunidad autonómica un impulso mimético: una llamada a rodear con cientos o miles de manifestantes el Parlamento de Canarias.

Cabe hablar de una constelación de fenómenos de protesta y rechazo a las políticas económicas y sociales que está desarrollando el Gobierno del Partido Popular y que pretenden caracterizarse como nuevas formas de organización y desafío ante las mismas. Su novedad, sin embargo, es harto discutible, y su eficacia, por el momento, nula. Lo más asombroso es que en estos casos, como en la pretendida ocupación del Congreso de los Diputados, se suele invocar la doctrina de la desobediencia civil. Así se ha hecho, por ejemplo, en el ya celebérrimo asalto a un hipermercado de Mercadona por un grupo de militantes del Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT), encabezados por el alcalde de Marinaleda y diputado autonómico, José Manuel Sánchez Gordillo. Tal y como explicaba en un excelente opúsculo Francisco Fernández Buey, recientemente fallecido, “todo acto de desobediencia civil es un acto de desobediencia a la ley, pero no todo acto de desobediencia a la ley es un acto de desobediencia civil”. Exactamente. ¿Cuál es la civilidad del asalto premeditado a un supermercado? ¿Qué se reivindica así concretamente? ¿Qué se critica y que se propone como alternativa? Absolutamente nada. Todo lo más, los que excusan o justifican esta vía de acción política -mejor: esta negativa a la acción política – hablan del carácter pedagógico de los asaltos y de sus virtudes revulsivas para abrir un debate social. ¿Qué debate social? ¿Cuál es la terrible e ignota realidad que nos iluminan Sánchez Gordillo y sus compañeros del SAT con asaltos, ocupaciones y desfiles? ¿El desempleo, la espantosa pobreza creciente, la amenaza del hambre y la desnutrición, la desesperación de millones de familias, el derribo del Estado de Bienestar? Pero si no se habla de otra puñetera cosa en este país. ¿O acaso un carrito del súper es un alegato crítico contra el sistema capitalista o la democracia liberal? Sinceramente, creo que prefiero, pese a la crueldad de semejante iniciativa, que se bombardeen los barrios con los manuales de Marta Harnecker. Ahora que IU cogobierna en Andalucía el SAT y Sánchez Gordillo podrían obtener una subvención para financiar la campaña.

Caracterizar la convocatoria de una acampada permanente frente en la Carrera de San Jerónimo como un acto de desobediencia civil es, aproximadamente, tan falso como las astracanadas de Sánchez Gordillo y compañía. Aunque para algunos suponga un disgusto, la desobediencia civil no es una estrategia política revolucionaria. Sus principales referentes históricos (Thoreau, Tolstoy, Einstein, Martin Luther King) no eran revolucionarios, sino reformistas. Digamos que radicalmente reformistas y ajenos, cuando no abiertamente alérgicos, a las épicas revolucionarias de transformación política y social. Uno de los rasgos constitutivos de la desobediencia civil (junto a su renuncia explícita a la violencia y la aceptación de voluntaria del castigo derivado de la legislación vigente) es, precisamente, su proyección en una demanda concreta y su carácter gradualista. Ni Gandhi en sus comienzos pidió la independencia automática de la India ni el reverendo King inicio su proyecto político exigiendo la abolición instantánea de todas las leyes y normativas racistas. Los impulsores del 25-M, en cambio, persiguen nada menos, según sus manifiestos electrónicos, la disolución de las Cortes, la convocatoria de elecciones y la apertura de un proceso constituyente que desemboque en una Carta Magna en la que figuren obligatoriamente, elevados a principios normativos, un conjunto de medidas políticas, sociales y económicas muy específicas. Todo en uno. Todo y ya. Se trata de “elevar la apuesta”, es decir, la tensión político-social, y de provocar “una crisis abierta en la legitimación del sistema” para dar “un salto democrático cualitativo”. Toda esta rancia jerigonza, que tiene medio siglo de antigüedad según testimonia la peor literatura de la izquierda, sigue alimentando un análisis político básicamente autorreferencial. Se trata de un vocabulario y una sintaxis que, más que evidenciar el deseo de cambiar la realidad, certifica muy testarudamente una huída de la misma. De su densa complejidad, de su ingrata dureza, de sus patéticas limitaciones.

En el núcleo del 25-S (y de sus émulos autonómicos) palpita, con toda su radiante imbecilidad, la fantasía revolucionaria: cambiar esto es cuestión de buena voluntad y conseguir masa crítica suficiente y tener toda la razón contra los malvados. El 25-S es otro epifenómeno más de la pancartización de la reflexión política y de la praxis de la izquierda. Cercar el Congreso de los Diputados es una acción insignificante y con una rentabilidad nula. Después de mayo del 68 De Gaulle ganó abrumadoramente las elecciones legislativas francesas. A menos que pretendieran ilegalizar al PP, al PSOE y a nacionalistas e independentistas vascos y catalanes, unas nuevas elecciones generales concederían 300 escaños a estas fuerzas políticas. Ocurre, sin embargo, que el voluntarismo, el verbalismo y la borrachera de la indignación moral impiden cualquier discernimiento y anatemizan cualquier crítica. En su blog, La Tiradera, el periodista Enrique Bethencourt escribía que los impulsores del 25-S no nos representan. Claro que no, Enrique, pero mira, es que les importa un rábano que nos representen o no. Exactamente igual que a muchos, pero muchos, que sientan sus egregios glúteos en el Congreso de los Diputados.