domingo cristiano > Carmelo J. Pérez

Ni sabiondos ni titulados > Carmelo J. Pérez

Ya está. Acabamos de estrenar curso pastoral y… la primera, en la frente. Quiero decir que la Palabra de Dios no se anda con chiquitas este fin de semana y, apenas desperezados tras el parón estival, se encarga de despertarnos del todo con un tándem para no olvidar: una pregunta demoledora y una propuesta para descubrir de verdad quién es qué. Cualquier otra cosa es perder un tiempo precioso, parecen decir hoy las lecturas de la misa.

Empezamos la temporada, pues, con un interrogante formulado para hacer crujir los cimientos de un creyente que se tome en serio su fe. Por muchas veces escuchado, por tantas ocasiones meditado, nunca deja de sonar a nuevo. Toma Jesús la palabra y pregunta: “¿Quién dices tú que soy yo?”.

La cuestión no está formulada para ser respondida en voz alta y de inmediato. ¡Qué aburrido resulta escuchar respuestas de manual, confesiones de fe elaboradas por quienes yacen bajo tierra desde hace siglos, retahílas hilvanadas al sopor del incienso y respaldas por beatíficas caras cuyos ojos en blanco parecen el preludio de un ataque cerebral! Qué obsceno puede llegar a sonar la confesión mecánica de quien, sin mirarse por dentro ni echar la vista atrás, actúa como el listillo de la clase: “Yo, seño, yo, yo… Yo quiero contestar”.

No. Esta pregunta está formulada para empezar a contestarla por dentro. Es una provocación para despertar el complejo, apasionante y (ojalá) apasionado mundo de nuestra vida interior. Para responderla hay que hacer memoria, y sonreír, y llorar, y rendirse ante la evidencia… Para contestarla hay que dejar a Dios ser Dios. “Tú lo sabes todo, Jesús. Tú sabes que te amo”, es la orilla en la que ha de desembocar esa corriente, antes torbellino y finalmente remanso.

Una convicción profunda que tengo es que en esta pregunta que hoy nos hace Dios se juega la vida entera: su sentido, la solidez de la fe, la felicidad, el equilibrio interior, la paz, las noches interminables y el sereno descanso… Por ser sabihondos y presumir de conocer la respuesta a otras cuestiones que no son ésta, por construir la casa desde el tejado, es por eso que no somos los que tenemos que ser y lo que decimos ser. Peor, lo que se nos llamó a ser. Y después de la pregunta, la propuesta: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por el Evangelio, la salvará”.

Y punto. Y los matices, para otro momento, en el que seguro que serán lícitos. Pero, de entrada, ahí queda la cosa. Y de nuevo una advertencia contra la rutina a la hora de ubicarnos ante esta invitación: no hay cargo alguno, ni responsabilidad concreta, ni voto ni promesa, ni servicio que se preste… no hay nada que nos garantice automáticamente que estamos entregando la vida por el Evangelio.

Lo de perder la vida no va de diplomas o de currículos, ni de cruentos sacrificios, ni de fachadas, sino de vivir colgados de la certeza de que no nos poseemos porque tenemos dueño. Ése será el motor de mi vida, que tendrá que traducirse en obras que han nacido muy adentro.

Dicen que el otoño viene caliente. Las amenazas de los indignados no son nada en comparación con la revolución que desencadenan esta pregunta y esta propuesta con la que empezamos el curso.

@karmelojph