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Rafael di Sanzio > Luis Ortega

Quema sus últimos días, con un común sentimiento de fascinación, la gran exposición que las dos mejores pinacotecas del mundo abrieron en el caluroso verano de Madrid con Rafael, el paradigma renacentista por excelencia como actor principal. Tiene una especial relevancia la cronología de la muestra 1513-1520, cuando el genio de Urbino era requerido por los principales mecenas del alto renacimiento y, en todas sus facetas -pintor, diseñador, arquitecto- ganaba encendidos elogios que le permitieron, ante una incondicional audiencia, practicar la poesía y filosofar sobre el propio sentido del arte. Por otro lado, su carácter conciliador, sus comportamientos políticamente correctos le permitieron pasar de un papa a otro -de Julio II a León X- sin que se resintiera su atiborrada cartera de encargos. Tener un cuadro de Rafael Sanzio (1483-1920) era una señal de prestigio social y un lujo estético que sólo se podían permitir los aristócratas, los potentados que ascendían en la escala social, los altos dignatarios de la curia y un bloque de mercaderes con intereses en el comercio ultramarino y de embajadores ad honorem que adquirían obras en las repúblicas italianas a cuenta de sus respectivos soberanos. Setenta obras de la última etapa del joven maestro -aportación de los museos capitalinos de Francia y España- donde se revela en su auténtica dimensión el trabajo de un taller que, llegó a reunir a más de cincuenta pupilos, jerarquizados en orden a calidad y a sus especialidades -desde los más modestos que preparaban los pigmentos, a los estampadores de la composición sobre el lienzo, desde los que resolvían los paisajes de fondos a los que trabajaban la figura- todos bajo la aguda mirada del jefe de aquella excelsa factoría que justificó la prolija producción de un hombre que sólo vivió treinta y siete años. Según Vasari, artista e historiador, los primeros rudimentos plásticos los aprendió de su padre pero la formación técnica se la debe a Pietro Perugino. El principal atractivo de esta convocatoria que, pese a la canícula, provoca colas interminables, es determinar en un cuadro de altar o en una pieza de caballete lo que corresponde a Sanzio y lo debido a sus ayudantes; la bondad de los resultados, los detalles geniales se reparten sin racanerías por los retratos -que figuran entre los mejores de la historia del arte de todos los tiempos- y en la perfección compositiva, en la magia de su colorido, que lo distinguió de todos sus coetáneos, y en una serie de valores más morales que plásticos, como la caridad, el amor, la ternura, que trasuntan los lienzos y se insinúan en los dibujos.