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Sin César 20 años – Por Carmelo Rivero

Ni veinte años más que pasen lograrán sembrar el olvido sobre la figura de César Manrique, el librepensador que echamos de menos. El fantasma de César, como decía Saramago, corretea por Lanzarote, de los Riscos de Famara al Taro de Tahíche, entre cuyas burbujas volcánicas vivió y se alza, también veinte años después (la edad de Teide Radio, que merece comentario aparte), la fundación en que se reencarna. Un año antes de morir en el accidente de tráfico, me dijo: “Me siento eterno como la naturaleza”. Pero el suyo era un panteísmo de la vida efímera. Dejó un argadijo de aforismos, que es su mejor retrato. Sobre la finitud del hombre: “La muerte me parece una maravilla…, porque no tengo la responsabilidad de seguir existiendo”. Su argumento era aplastante: podría hacer lo que le diera la gana, “las cosas más atrevidas y divertidas”. En su arriscamiento y fiesta, era consciente (leo en César Manrique en sus palabras, de Fernando Gómez Aguilera, 1997) de que “la eternidad es un segundo y un segundo es la eternidad”. Mañana hará veinte años de ese último segundo de su vida. Grandes eran su intuición, su curiosidad y su optimismo. Enseñaba a ver. “Poeta de los vientos y volcanes” (R. Alberti), nadie nos habló mejor en nombre de la naturaleza de Canarias. Hasta amenazó con mandarse a mudar (a Marruecos), por la especulación. “Creo haber entendido la armonía del universo”. Y aplicaba como nadie el carpe diem antes de que el adagio latino se estandarizara hasta la vulgaridad. Le pasó lo mismo con el desarrollo sostenible, antes de la cumbre de Río. Era salvaje y visceralmente honesto, aunque Hacienda le reclamara una deuda por la mala gestión de su administrador. “He sido un hombre libre y feliz; no hay destino más hermoso”. Toda su obra, la pictórica y espacial, toda su vida, la madrileña, la neoyorquina y, sobre todo, la conejera (desde su retorno de EE.UU., con el boom turístico pisándole los talones), en complicidad con su mecenas fraternal, el presidente del Cabildo de Lanzarote Pepín Ramírez, transcurrió entre la búsqueda de la belleza (“la increíble finura del ala de una mosca”), la simbiosis del arte y la naturaleza, la utopía (“Siempre he querido coger una estrella”) y la felicidad. En busca de esta última volaba a todas partes llevado de su entusiasmo, como prueban las fotos de viaje con Pepe Dámaso que vi en El Almacén. En una de ellas, salta la comba en China. Era proverbial su desparpajo. Como me dijo una vez Fernando Castro, fue nuestro primer gran activista del arte. Cogía el megáfono (“Tener una verdad entre las manos”) y daba un mitin en defensa de una playa, o convocaba una manifestación “contra buitres y bandidos del suelo”. Estaba en guerra contra “la hediondez militante de los responsables” del caos de Lanzarote. “Solo y sin miedo”, se definió.