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Vuelta a la normalidad > Leopoldo Fernández

Para quienes pueden disfrutarlas, las vacaciones suelen marcar un paréntesis en el normal desarrollo de la vida, de esa realidad que al mismísimo Rajoy, según ha confesado con toda ingenuidad, lo ha obligado a imponer medidas impopulares, pese a las promesas electorales en sentido contrario. Pero ese goce, placer para algunos, tiene su fin y toca ahora agarrarse a la misma, inevitable y dolorosa existencia que habíamos dejado antes de vacacionar. Regresar a la normalidad supone seguir levantándose y acostándose con la crisis económica, acercarse al “otoño caliente” prometido por sindicatos y oposición política, contar nuevos parados y más empresas que cesan en sus actividades arrastradas por circunstancias de improbable control. Son tantas las cosas que es preciso rectificar y mejorar que cada vez queda menos tiempo para hacerlo. No estoy deprimido, ni tampoco quisiera dar la impresión de que me envuelve el pesimismo; pero, si en estos tiempos de tantas carencias podría afirmarse que son dichosos quienes tienen un puesto de trabajo, ¿qué podemos decirle a aquellos otros que no sólo no tienen ocupación sino que incluso siguen cayendo por la pendiente de la desesperación y la marginalidad? En apenas un mes, lo que ha durado la mayoría de las vacaciones, la situación general de España, y desde luego de Canarias, ha empeorado. Y lo que es peor: lejos de acercar posturas, ser ejemplo para la ciudadanía, encauzar las grandes aspiraciones nacionales y ofrecer, aunque sean modestos, ejemplos de honradez, imaginación y arrestos, la que podríamos llamar clase dirigente (políticos, sindicalistas, empresarios, responsables de las principales instituciones y organismos del Estado, así como grandes financieros) sigue pensando en sí misma, con un corporativismo cerrado y egoísta, sin más norte que el oportunismo, la descalificación del adversario y el cortoplacismo. Incapaces de entender que España es un proyecto común y que nadie, ninguna comunidad ni institución, puede escapar de la crisis si no lo hace el país en su conjunto: el diálogo, la generosidad, el sentido del Estado y el deseo de, entre todos, salvar a España brillan por su clamorosa ausencia. Ni siquiera se buscan los consensos básicos; algunos prefieren las abstracciones y las movilizaciones ciudadanas como antídotos frente a la imperiosa necesidad de reducir el déficit público y rectificar la alocada política de gasto que hemos seguido durante los últimos años. Más que reivindicar y confrontar, hay que arrimar el hombro, tender puentes, buscar acuerdos, unirse en lo fundamental, rectificar lo rectificable, recuperar la confianza de los ciudadanos en las instituciones. Se nos va el tiempo, ese que jamás se recupera.