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¿Y ahora qué? > Leopoldo Fernández

La manifestación independentista en la Diada fue un completo éxito, se mire como se mire. Tanto da que asistieran 600.000 personas, como calcula la Delegación del Gobierno, o 1,6 millones, que dicen los organizadores, entre los que -conviene aclararlo- no figura ningún partido político. En cualquier caso, ha constituido un salto cualitativo en la política catalana y ha marcado un tiempo nuevo que habrá de ser gestionado con sumo cuidado tanto por el Gobierno del Estado como por la Generalitat y, en su nombre, por el gobernante de CiU, que hasta ahora ha actuado -como el PNV en el País Vasco- con ambigüedad calculada. De hecho, nunca ha llevado en sus programas la independencia de Cataluña, aunque sí alude a soberanía, nación, aspiraciones nacionales, poderes de Estado, etc. Ahora, CiU tendrá que elegir entre pacto fiscal e independencia; no puede jugar con dos barajas, ni reclamar de entrada más de 4.000 millones de euros para hacer frente a sus enormes problemas financieros, que se acotan en una cifra espeluznante: la comunidad autónoma debe 41.000 millones de euros. Por la pésima gestión de su malhadada clase política. Si la manifestación (en la que había gentes de toda clase, edad y condición, incluso emigrantes de color) pretendía ser un instrumento de presión para arrancar al Gobierno del Estado un pacto fiscal asimilable a los conciertos vasco y navarro, las previsiones se desbordaron por completo hasta dar paso a una demostración independentista sin precedentes. Ahora bien, ¿eran independentistas todos los asistentes? ¿No habría entre ellos ciudadanos cabreados, hartos de las políticas de recorte tanto en Cataluña como en el resto de España? ¿Todos los que se sumaron a la manifestación votarían sí a una ruptura con la nación española en un hipotético referéndum? Incluso convendría precisar algunas incógnitas a tenor de las encuestas más fiables, que atribuyen un sentimiento independentista al 51% de la población. ¿No cuenta para nada esa teórica mitad de ciudadanos que no se identifica con la independencia ni acude a manifestarse a favor de ésta? ¿Vale la pena romper la convivencia y enfrentar o dividir a una comunidad por razones ideológicas, de identidad, de sentimiento, de pertenencia, de frustración, etc.? El proceso que se ha abierto es de calado y de largo alcance. Harían mal quienes se lo tomen a la ligera. Hace falta inteligencia, diálogo fluido, visión de Estado y fortaleza, mucha fortaleza, para reconducir una situación que objetivamente no conviene ni a los catalanes ni a los españoles en general.