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El apaciguamiento y sus consecuencias – Por Fernando Fernández

La política de apaciguamiento pretende la solución de conflictos por medios pacíficos, a través de la negociación y del diálogo, a fin de evitar la guerra y es el término dado a la política del primer ministro británico Neville Chamberlain antes de la Segunda Guerra Mundial para evitar una nueva guerra con Alemania. El recuerdo de los horrores de la Primera Gran Guerra hizo que numerosos políticos europeos desearan mantener la paz con la Alemania del Tercer Reich, aún haciendo todo tipo de concesiones y mirando para otro lado cuantas veces Alemania violara acuerdos o tratados internacionales. Así ocurrió cuando Hitler violó el Tratado de Versalles, al ordenar la ocupación militar de Renania y cuando Gran Bretaña se negó a imponer sanciones a la Alemania nazi, cuando ésta decidió intervenir en la Guerra Civil española. El fracaso del apaciguamiento estalló en toda su crudeza en 1939 cuando Alemania ocupó Checoslovaquia. El apaciguamiento había llegado a su fin con un absoluto fracaso e Inglaterra y Francia decidieron que intervendrían para ayudar a Polonia en caso de ser invadida por los nazis. Hitler estaba convencido de que en ese caso, el Reino Unido también permanecería impasible y ese error de su análisis originó el mayor conflicto bélico padecido por la humanidad. Desde entonces, el término apaciguamiento tiene una connotación peyorativa y es generalmente admitido que esa política no facilita el logro del fin pretendido y sus consecuencias son peores que el mal que se quiere evitar.

Salvando todas las diferencias y sin que lo dicho pretenda insinuar una intervención militar, que para eso ya está Vidal-Quadras, el apaciguamiento es lo que ha inspirado desde el comienzo de la Transición las relaciones de España con los gobiernos autonómicos del País Vasco y Cataluña, que históricamente habían dado pruebas de sus proyectos independentistas; olvidando que el apaciguamiento solo retrasa la eclosión de un conflicto de mayores dimensiones, situación que vivimos ahora después del órdago de Arturo Mas. Por cierto, un lector amigo me ha hecho llegar su crítica por llamar así al molt honorable presidente de la Generalitat, ignorando que Arturo se llamó así hasta hace bien poco, cuando decidió catalanizar su nombre para ganar pedigrí nacionalista. Conste, pues, que Arturo se llamó Arturo hasta hace unos años. Desde joven he tenido simpatía por Cataluña; viví en Barcelona durante un año, en 1965, cuando iniciaba mi formación de neurólogo. En el Hospital de San Pablo, hoy Sant Pau, se respiraba catalanismo y uno de mis maestros mas queridos, el profesor Lluis Barraquer i Bordas me enseñó a conocer y a amar a Cataluña. Me recomendó la lectura de algunos libros, entre otros Noticia de Cataluña, del maestro Vicens Vives, que he releído días atrás, buscando comprender mejor lo que allí está sucediendo. Con él asistí a numerosos actos en la basílica de Monserrat, donde el Abad Escarré predicaba catalanismo en cada una de sus palabras. Hace dos semanas dudé al calificar a Mas de aventurero, pero después de leer unas declaraciones suyas a La Vanguardia en las que habla del inicio de una aventura, creo que acerté al calificarlo de aquella manera. Ya veremos como acaba esta aventura que, en todo caso, ya ha causado un daño irreparable a España y a la misma Cataluña. Política basada en solucionar los conflictos por medios pacíficos y de compromiso en lugar de recurrir a la guerra. Este concepto de apaciguamiento en todo el planeta.