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¿Cultura política?> Por Luis Alemany

Resulta alarmante la decisión de la Viceconsejería de Cultura de este Gobierno autónomo de inhibirse económicamente, con respecto a la actividad cultural del Archipiélago, para erigirse en una especie de coordinadora de lo que cada artista -o grupo de artistas- realice por su cuenta y riesgo o con cargo al mecenazgo privado; y la alarma no surge -desde mi punto de vista- por la plañidera súplica de una demanda limosnera (de la que uno siempre ha desconfiado), sino porque parece suponer el significativo tramo final de un proceso de cuantiosos y alegres despilfarros en ese ambiguo sector, a cuyo través fluctuaron muchos de esos extraños personajes que parecen ser los artistas, y que alcanzó cotas impresentables con el Festival de Música de Canarias (por más que tuviera una contrapartida promocional), la creación -¡y mantenimiento!- del Dulce Tanque, o la constitución de Socaem, que en sus últimos años de inanición destinaba el 80% del presupuesto a pagar las nóminas de unos funcionarios que no hacían nada, porque no había nada que hacer con el precario 20% restante: allí enchufaba Manolo Hermoso a sus amigos, ante la alarmada reacción de José-Luis García el Chule, que le decía que allí no había nada que hacer, pese a lo cual el enchufe se llevaba a cabo, para tener allí a otra persona cruzada de brazos, pero cobrando un sueldo.

Cuando uno vivía en Francia -hará cosa de cuarenta años- los presupuestos generales del Estado le otorgaron a la Cultura cerca del 0,8 de su cuantía; y la gente de teatro tiraba voladores: era la época de brillantez del Théâtre National Populair , codirigido por Roger Planchon y Patrice Chéreau, con sede en Villeurbanne, un barrio de Lyon: menos de diez años después, Socaem repartía indiscriminadamente dinero en Canarias (sin encomendase ni a Dios ni al Diablo) a todos los que decían que eran directores escénicos.

Tal vez sería demagógicamente injusto proponer que aquellos polvos de despilfarro trajeron estos lodos de miseria, porque han sido muchas las circunstancias acaecidas, que pudieran habernos conducido a la misma situación desde otros trayectos; pero no me resisto a reseñar que los sectores artísticos que más se quejan hoy por esta inhibición institucional son los que más recibieron en tiempos de las vacas gordas: habría que plantearse, con un cierto rigor, cuál debe ser la la relación entre el Poder Político y los artistas, para saber -de una vez por todas- dónde estamos.