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El director ausente – Por Francisco Pomares

El método científico es empírico. Uno puede elaborar el principio más brillante, pero para elevarlo a la categoría de ley debe ponerlo a prueba de forma práctica. Y si falla, entonces concluir que el principio es falso. Julio Verne dijo que la ciencia se compone de errores, que, a su vez, son los pasos hacia la verdad. Es probable que la cultura de nuestros gobernantes esté inspirada en el visionario francés, porque Canarias lleva unas dos décadas haciendo veinte mil leguas de viaje submarino hacia las profundidades de una crisis de la que solo nos han salvado doce millones de turistas a la parrilla. Y ahora el Gobierno, a través de un error (otro), nos desvela la verdad esencial de nuestra administración pública. El paulinato bis (o segunda fase) comenzó su azarosa vida hace más de un año. Entre sus primeras medidas, excretó el nombramiento como director general de Aguas de un caballero cuyo nombre no viene ahora al caso. Los días se fueron sucediendo como suelen sucederse los días, esto es, amaneciendo y atardeciendo, y el director general no mostraba su cuerpo saleroso por las dependencias oficiales. Allí su mesa sin papeles, allá su maleta vacía, con el rampante escudo grabado, y en la puerta su coche oficial sin consumir kilometraje… Todo en el silencio extrañado de tan inexplicable ausencia. Más de un año después de su nombramiento, se ha sabido que el nombrado nunca tomó posesión de su cargo. No se le consultó para nombrarlo, y cuando apareció su nombre en el BOC, avisó que no estaba disponible. Un tipo sensato. Y un hito: 14 meses ha funcionado el departamento de Aguas del Gobierno sin director general. He aquí cómo la realidad, sin necesidad de nombrar una comisión de expertos, nos prueba de forma fehaciente que si se prescindiera de muchos cargos públicos, sustituidos por funcionarios, todo funcionaría igual, pero mucho más barato y probablemente mejor. La modestia y discreción del Gobierno ha ocultado este experimento de alto secreto sobre las reformas por venir, haciéndonos creer que se trata del error de una gente que no sabe ni atarse los cordones de los zapatos y contar con los dedos los cargos que nombran. La cosa es que ahora sabemos que para mantener intacta la capacidad de la administración de fastidiar al ciudadano nos sobran los altos cargos. Tenemos la prueba evidente. Sólo falta esperar a que se nombre una (otra) comisión para decidir qué es lo perfectamente prescindible y en cosa de diez o veinte años tendremos las primeras conclusiones, sujetas a revisión. Pero que nadie se desanime. Vamos por el buen camino: con un poco de suerte, igual un día se les olvida tomar posesión a todos y nos llevamos la sorpresa de que las cosas funcionan bastante mejor.