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Gustavo Pérez Puig> Por Luis Ortega

Adolfo Suárez, en ese limbo gris de la enfermedad que devora los recuerdos y que, lamentablemente, nos dejó sin las claves capitales para entender lo que llamamos transición -dirigió Radiotelevisión Española en un momento de despegue profesional y junto a amigos incondicionales, unos de la máxima solvencia- como Enrique de las Casas y Pérez Puig, recientemente fallecido, y otros -la Viña del Señor es muy amplia- con otras cualidades o defectos. En ese ciclo -y, pese a la rígida censura- se logró una parrilla digna que, por el alambre del posibilismo, compensaba los controlados informativos, con magazines, concursos con “alientos de unidad entre las regiones”, documentales de calidad incuestionable sobre arte y naturaleza, series estimables, sin entrar en profundidades vetadas, y unos dramáticos espléndidos que, con más medios materiales y personales, jamás volvieron a la televisión pública.

En ese capítulo, el papel del culto Gustavo Pérez Puig (1931-2012) fue determinante; demócrata de derechas -en aquellas horas se autoproclamaban reformistas- que compatibilizaba los estrenos del gran Miguel Mihura -heredero de la tradición de disparate y naturalidad inaugurada por Jardiel Poncela- con los del airado Alfonso Sastre- Escuadra hacia la muerte, 1953, causó una notable conmoción en la complaciente cartelera madrileña-autoexiliado en Euskadi y en la rama autista de una facción violenta, fuera de la razón y del calendario. Fue el pionero en los mensajes navideños del rey y, digan lo que digan algunos pavos reales que buscan esquina en la historia, el autor de los discursos más brillantes de su amigo Adolfo -pareja en las partidas de mus-, y, sobre todo, de las frases más felices -Puedo prometer, y prometo”, por ejemplo- que entraron en la literatura política del último cuarto del siglo XX. También fue asesor de imagen de Aznar -los resultados no fueron iguales por cuestión de apariencia claro- y dirigió, junto a su esposa Mara Recatero el Teatro Español.

En las últimas semanas, hablamos de un actor -Galiardo- que envejeció a lo hondo, como el buen vino, y de Alejandro Casona al que Pérez Puig, frente a una crítica arisca con el dramaturgo asturiano, presentó en la cartelera y en la tele su última obra, El caballero de las espuelas de oro, una lúcida y triste revisión de la figura de Quevedo. Tuve ocasión de preguntarle a Gustavo por qué eliminó del montaje televisivo la secuencia de los sueños y me explicó que “perder una frase de ese texto es un delito y, entre la imagen y la palabra, me quedo con esta”. Quien sabe, sabe.