después del paréntesis - Por Domingo-Luis Hernández

Malala – Por Domingo-Luis Hernández

Imaginemos a una niña de catorce años sujeta a sus sueños, a la innata capacidad de descubrir, de disfrutar y de proyectar su vida hacia un futuro que es muy largo en esa edad. No sólo eso. Imaginémosla atada a una responsabilidad que no le corresponde. Catorce años, repito, y tiene asumido que siendo niña será mujer y que esa providencia es más un castigo que una gracia por vivir donde vive.

Imaginemos que esa niña es hija de un maestro, de alguien que enseña. E imaginemos que a los catorce años asume el compromiso de argüir, defender y proclamar que ser mujer no es una excusa para nadie (ni siquiera para los machos y machotes fundamentalistas), no es un motivo para socavar, someter sus capacidades y su derecho irrevocable a elegir; que absolutamente nadie puede arrogarse la autoridad de condenarla al ostracismo, al anonimato más procaz y, por supuesto, prohibirle el saber, imponerle la ignominia del analfabetismo.

Esa niña, Malala Yousafzai, fue catalogada por la BBC como “activista”. ¿Activista de qué, de su legitimidad, de su privacidad, de su destino, de su pertenencia?

Pongamos que una niña de catorce años sea una activista y que ocupe y aproveche los medios (internet, las redes sociales, su testimonio personal) para cimentar su rigor y articular su proceder en contra de los que la sojuzgan e iban a sojuzgarla inevitablemente en el país en el que vive, Pakistán. ¿Frente a quién? Frente a los que dicen asumir la aberración de los dioses; o no tanto eso sino los que imponen sus consignas amparados en la supuesta aberración de los dioses. Talibanes se llaman y su infamia consiste en separar, condicionar, decidir por quienes no han de decidir, someter, aplastar. La cumbre siniestra de sus manejos no son sólo los “infieles” (las potencias occidentales en sus puntos de mira) sino “sus” mujeres.

De manera que no es extraño que una niña de catorce años, que contradice a los talibanes y se rearma en su convicción, y da a conocer sus convicciones, y articula su responsabilidad para que se oiga, y se lea, y se escuche, salga de las aulas de su colegio, pretenda tomar el autobús para regresar a su casa y encuentre a un elegido del dios monstruoso no con una bomba pegada a su estómago sino con un revólver dispuesto a llenar el cuerpo de balas a una niña de catorce años.

Lo deplorable, lo fatídico, lo nefasto y lo desdichado es que Malala no sea una niña cualquiera, como cualquiera de nuestros niñas o niños de catorce años que van a nuestras escuelas, terminan la jornada y toman el autobús para regresar a nuestras casas. Cuentan que Malala es un símbolo de la lucha contra la cerrazón integrista y eso es una absoluta, radical y siniestra aberración. Lo único que tendría que ser Malala es una niña. Lo otro confirma el horror. Y el horror lo depara no sólo la condición integrista, fundamentalista, funesta de quienes dispararon contra ella sino del monstruo que se desliza como una culebra en pos de sus provechos por esas zonas inicuas del mundo.

Occidente y el complot, Occidente y la banalidad que arma y protege a esos sistemas. Aquello de la democracia en casa propia y excusas a la democracia en las casas ajenas que convienen. Malala es un símbolo de esa desproporción, de la desproporción que otorga millones de dólares a Pakistán, a Afganistán o a otras zonas de semejante contubernio sin el dictado categórico de una condición: ni un sólo registro de lo que nosotros nos prohibimos; ni uno solo. Malala no sólo debió ser protegida de las balas de un cargador trágico sino apartada de todo manejo distinto a su valor, al valor de un futuro en libertad; libertad para ser, para elegir, para aprender y para ser feliz.