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María Blanchard> Por Luis Ortega

La crítica no la trató con la misma justicia que a sus amigos, colegas coetáneos que la reivindicaron en su momento como una de las figuras más relevantes del joven siglo XX. La santanderina María Blanchard (1881-1932) murió como “una gran desconocida” o, como apuntó el mexicano Diego Rivera, “como un personaje curioso, como un miembro de corro, cuando atesoraba un talento y una originalidad extraordinarios”. Esas cualidades, que reconocieron también sus compatriotas Pablo Picasso, Juan Gris y Pablo Gargallo, entre otros, se reivindican en una sorprendente retrospectiva compuesta por setenta y cuatro obras, comisariada por María José Salazar, que en el catálogo destaca la valentía personal de la montañesa “que buscó en la capital francesa la libertad personal y artística y se convirtió en una de las firmas más relevantes del cubismo”.

La exposición se articula en tres capítulos, que van desde la frescura de sus inicios, cuando en la distancia de su provincia, interpreta, a su modo, las corrientes -figuración, expresionismo, simbolismo- de principios de la centuria y traduce, con misteriosa originalidad, los influjos de los artistas a los que atribuyó su auténtico magisterio, como Manuel Benedito, Álvarez de Sotomayor, Anglada Camarasa, Emilio Sala y Kees Van Dongen; este periodo se sitúa entre 1908 y 1914. La segunda etapa, de apenas seis años (1913-1919), recoge su intensa dedicación al cubismo, el movimiento más intelectual entre guerras, y lo forman más de la mitad de esta selección que se ha reunido en el Reina Sofía y ha contado con el patrocinio de la Fundación Botín. Si en la primera serie prima el retrato, con cierta pulsión al feísmo llamativo de los personajes, en el periodo cubista responde a las reglas del movimiento y aporta, ese es su gran mérito, sentimiento y ternura, cualidades poco compatibles con la geometría.

El epílogo lo constituye el responsable retorno de la pintora a sus orígenes, liberada de prevenciones (como el excesivo influjo de sus artistas más admirados), y la recuperación de un universo personal que es el que convierte a la Blanchard en una de las grandes firmas españolas, en permanente ascenso y, sobre todo, pese al tiempo transcurrido, con una sensación liberadora de misterio y de sorpresa. Entre 1927 y 1932, cuando ocurre su temprana muerte, alcanza las cotas más altas de su expresividad y, dentro de la universalidad de sus propuestas, un hálito indudablemente español que destacaron los escritores más sagaces de la época.