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Nobel – Por Alfonso González Jerez

Cuando el maestro Padylla se enteró del nombre del ganador del Premio Nobel de Literatura se detuvo un momento en el dibujo de su chiste diario y dijo a unos amigos: “¿Mo-Ya? ¿El de los dulces grancanarios?”.

El Premio Nobel de Literatura nunca ha sido un galardón respetable. Que un grupo de académicos suecos decida anualmente, alrededor de una mesa camilla cubierta de folios, cartas, informes y telegramas, quién es el mejor escritor del mundo ha sido siempre un poco chistoso.

Lo es desde sus orígenes: el primer festejado en Estocolmo fue un minúsculo poeta francés, Sully Prudhomme, que hace mucho tiempo apenas es mencionado en las historias de la literatura francesa. El primer Nobel de Literatura español fue José Echegaray, del que ha desaparecido toda noticia desde que su jeta y su perilla desaparecieron de los billetes de 500 pesetas, pese a escribir dramones inolvidables como Mancha que limpia. Por esos años la Real Academia española se negaba a apoyar la candidatura de Benito Pérez Galdós por rojales y agnóstico; Echegaray, en cambio, había sido ministro y sus conexiones políticas y empresariales con algunos prebostes ingleses y franceses obraron el milagro.

Después de muchos años encastillados en Europa y Estados Unidos (y con una sospechosa inclinación hacia las letras nórdicas, hasta el punto de que todavía en 1974 se le concedió un Nobel ex aequo a dos escritores suecos que en su gloria estén) la Academia Sueca se ha interesado por los escritores de otros continentes para superar cualquier vergonzante eurocentrismo y continuar dictando un canon disparatado cuya argamasa está compuesta por ambiciones personales, complicidades amistosas y profesionales, argumentos tan falaces como intercambiables y consideraciones políticas y éticas firmemente instaladas en la realísima gana de los señores académicos.

Por supuesto, sigue molestando el pequeño problema del idioma. Ninguno de los académicos suecos domina el chino, el persa o el wólof, por lo que es imprescindible, para entrar en las candidaturas, que la obra del escritor esté profusamente traducida al inglés, el francés o al alemán. La mayoría de los Premio Nobel de las últimas décadas, en realidad, se han concedido a traductores, aunque ni ellos mismos lo sepan.

@AlfonsoGonzlezJ