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La peor de todas las crisis – Por Agustín M. González

Tenía que haber empezado por aquí, por el principio. ¿Por qué llamo a esta columna La Punta del Viento? Algún amigo ya me lo ha preguntado. Soy del Puerto de la Cruz y hay ahí un lugar con este nombre tan evocador que es uno de los miradores más recomendables de la Isla. Desde esta atalaya litoral cada día cientos de turistas disfrutan ensimismados con el baile impetuoso de las olas sobre los riscos de San Telmo. El mirador de La Punta del Viento, custodiado por El Spectator del buen amigo Arnoldo Évora, es la metáfora perfecta de lo que reclama a gritos una ciudad hermosa y única que ahora languidece en un estancamiento crónico. El Puerto se marchita poco a poco. La luz fulgurante de su antiguo esplendor turístico se apaga como la de una vela. Y parece que nadie hace nada para impedirlo. Parece que a nadie le importa. Parece que a nadie le duele. Lo que encuentras por las calles ya es resignación, indiferencia, desidia… Pesimismo, mucho pesimismo, como una epidemia que contagiara a todo ser vivo en nueve kilómetros cuadrados.

Para cambiar este triste panorama haría falta que un viento fuerte, casi huracanado, entrara desde el mar, como ya hizo aquí la Ilustración en el dorado siglo XVIII, y limpiara a fondo toda la ciudad de tanto conformismo y tristeza, y que inundara calles y plazas con aires de ilusión, de esperanza, de renovación. Hace falta que por la Punta del Viento entren nuevos aires que revivan el espíritu imaginativo y emprendedor de los Iriarte, de Agustín de Betancourt, de Agustín Espinosa, de Isidoro Luz, de Paco Afonso, de Telesforo Bravo y de otros grandes portuenses, para acabar para siempre con este pesimismo asfixiante que nos nubla el horizonte, que es la peor de todas las crisis, el cáncer que está matando lentamente a esta ciudad maravillosa que, a pesar de todo y de todos, sigue siendo única, diferente a cualquier otra. Invoquemos a ese viento milagroso mientras contemplamos las olas desde la Punta del Viento.