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Rosario Henríquez – Por Luis Ortega

Durante una periódica estancia en su ciudad y la mía, un azar me devolvió la memoria inteligente y familiar de Manuel Henríquez Pérez (1923-1993), heredero de una saga artística que, en las circunstancias más penosas, mantuvo encendida la llama de la cultura en un territorio que siempre tuvo a gala conservar y priorizar los asuntos del espíritu. Fue una melancólica inmersión en un pasado -menos lejano en el corazón que en el calendario- donde tres amigos (Elías Santos Pinto, Luis Cobiella Cuevas y Manolo) protagonizaron los números rojos del almanaque, las liturgias puntuales del año, incluidos los Motetes del señor Díaz, que, uno por procesión, singularizaban nuestra Semana Santa. Sus últimos años profesionales discurrieron en Cataluña pero, isleño medular, volvió a su tierra y se reintegró con su talante de gentleman, su inteligencia, su sabiduría sin petulancia y su sentido del humor en una ciudad que sólo había crecido en altura y vulgaridad.

El reencuentro con Nica Lorenzo Salazar y con su hija Rosario Henríquez -una pintora de gran fuerza y expresividad- me enfrentó una vez más con la ingratitud -desidia o ingratitud, en cualquier caso, falta de información y sensibilidad de las instituciones palmeras con sus hijos más ilustres y generosos-. A lo largo de la conversación, recordamos sus investigaciones y hallazgos sobre nuestras fiestas lustrales, entre ellas una loa espléndida de Antonio Ripa, maestro de capilla de la Catedral de Sevilla a mediados del siglo XVIII y autor de una pieza musical encargada para dedicar a nuestra Virgen de las Nieves. Y junto a estos trabajos, sus humoradas letras que, durante tres décadas, prologaron la Danza de Enanos y unas extraordinarias donaciones: un lote de seiscientos carteles anunciadores de actos artísticos y musicales del siglo XIX, y una exquisita colección discográfica, con versiones originales entregada a la Escuela Insular de Música. Rosario, que ha encadenado etapas creativas con pausas de estudio y reflexión, es una excelente dibujante que, en cabezas y retratos sacros, huye de la pena edulcorada de los émulos locales de Estévez y orienta su trabajo al dolor desgarrado, realista y riguroso del arte castellano. Ante una curiosa Stabat Mater, imaginamos como telón sonoro de fondo las chirimías que la banda de los Henríquez, dedicada a una de las procesiones más seguidas y populares de nuestra semana grande, el Paso del Calvario del antiguo convento franciscano.