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Sin lealtad no hay federalismo> Por Juan Hernández Bravo de Laguna

La Constitución no puede fundamentar la reivindicación del derecho catalán a la autodeterminación, es decir, a la independencia de Cataluña y su separación de España. Ninguna supuesta nueva lectura del texto constitucional ni ninguna propuesta de un nuevo concepto del derecho a la autonomía que el texto constitucional reconoce y garantiza pueden conseguir eso. Sin embargo, en ello están los nacionalistas catalanes, hasta con llamamientos a la revuelta ciudadana y la desobediencia civil. Los ejemplos de Quebec y Escocia que invocan no son de aplicación, porque las Constituciones de Canadá y el Reino Unido son muy diferentes a la nuestra. Y, en resumen, solo una reforma constitucional en profundidad o una nueva Constitución española posibilitarían la operación que pretenden los independentistas catalanes.

Son mucho mejores políticos, más inteligentes y menos sectarios que los vascos, y hace tiempo que preparan concienzudamente los fundamentos jurídicos y constitucionales de su independencia pacífica a medio plazo. La operación reproduce brillantemente la que se llevó a cabo en la transición española. El franquismo fue desmontado jurídicamente desde dentro utilizando sus propias leyes y sus propios procedimientos para unos fines contrarios a la lógica política que subyacía a esas leyes y a esos procedimientos, y contando con la colaboración de un sector del propio franquismo, resignado a la inevitabilidad de su final. Y el nacionalismo catalán está intentando desmontar jurídicamente a España desde dentro utilizando las leyes y los procedimientos constitucionales españoles al servicio de unos fines contrarios a la lógica política que preside nuestro ordenamiento constitucional.

La cuestión no está en una mayor o menor descentralización o en que el Estado ceda más o menos competencias. Como hemos repetido muchas veces, la cuestión radica exclusivamente en la lealtad constitucional, en eso que los alemanes denominan la Bundestrue o lealtad federal y que nuestros constituyentes imitaron con una pobre solidaridad que suena a beneficencia. Un Estado puede intensificar su descentralización y sus entes constitutivos pueden aumentar su autogobierno sin que ese proceso tenga por qué afectar a la existencia del Estado en cuanto tal. Pero será así siempre que todos actúen desde la lealtad recíproca y desde la aceptación de que la existencia de todos depende del cumplimiento leal de las normas que articulan el sistema, incluso renunciando al ejercicio de las propias competencias, como ocurre en Alemania. El problema surge cuando la operación se intenta desde la deslealtad para preparar el camino a la separación. En otras palabras, cuando se utiliza la Constitución como un instrumento de usar y tirar, no para cumplir los fines que la propia Constitución establece, sino como coartada para destruirla desde dentro.

También se han repetido estos días los consabidos disparates respecto al federalismo. Los especialistas están de acuerdo en que la polémica -o el debate- sobre el carácter federal del Estado de las Autonomías es estéril e innecesario porque los elementos federales se encuentran presentes en el modelo autonómico español y, al final, todo se convierte en una mera discusión nominalista. España es materialmente un Estado federal. Opiniones poco informadas -o interesadas- confunden federalismo con grado o intensidad de la descentralización política, con cantidad o calidad de competencias transferidas y con ciertos sistemas de financiación subestatal. Nada más lejos de la verdad. Desde una perspectiva comparada, contamos con elementos suficientes para concluir que España es hoy en día uno de los Estados más descentralizados del mundo, si no el que más, y que los Estados-miembros de muchos Estados federales quisieran contar con las competencias y la financiación con que cuentan muchas de las Comunidades Autónomas españolas.

Cuestión distinta son las apelaciones que desde determinadas fuerzas políticas se hacen a la confederación o a un futuro confederal para España, y que producen una intensa confusión en una opinión pública que no está familiarizada con la dimensión técnica de lo que se dice y que no tiene obligación de estar al tanto del significado real de los términos que se emplean. Pues bien, es necesario apresurarse a explicar que ningún Estado puede tener futuro confederal alguno porque una confederación es un pacto internacional entre Estados que, a diferencia de la federación, no crea un Estado nuevo. De modo que un futuro confederal significa que un Estado, pura y simplemente, desaparece dividido entre sus elementos, como le ocurrió a la extinta Unión Soviética, después Confederación de Estados Independientes. Si eso es lo que se pretende, dígase en buena hora, pero no se juegue a confundir a los ciudadanos.

El independentismo catalán, que muchísimos catalanes no comparten, empezando por su empresariado, se lleva por delante el consenso que hizo viable la transición y supone un intento de reforma encubierta de la Constitución al margen de los procedimientos que ella misma establece para su reforma. Una ruptura que suena a golpe de Estado. Sin lealtad no hay federalismo posible. Y desde la deslealtad, pura y simplemente, se destruye la democracia.