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Va por ellas

REBEBA DÍAZ-BERNARDO | Santa Cruz

La semana pasada recordamos abiertamente que existe un demonio más en el mundo femenino, el cáncer de mama del que ninguna mujer del planeta estamos libres y para el que, poco a poco, parece que comienza a haber esperanza de aniquilación. No quiero ponerme densa ni teórica con el tema, entre otras cosas, porque para eso están las autoridades médicas. Sí que me gustaría rendir mi pequeño homenaje a tres mujeres muy cercanas a mí que conviven cada día con ese terrible monstruo devorador que se ha colado en sus cuerpos, o en los de los hombres de sus vidas, porque a pesar de que sabemos que el lazo rosa es inherente a la enfermedad que hace mella exclusivamente en las mujeres, también sabemos que tristemente hay otras variantes que no solo se ceban en ellas sino también en hombres, padres, esposos, y que ellas, como compañeras, sufren y padecen como propias.

El primer caso que conocí fue el de la casi recién estrenada esposa de uno de los hombres a los que yo más quiero en el mundo, al que justo un año después de haberse casado le diagnosticaron leucemia. Después del tremendo disgusto inicial, incluyendo un diagnóstico de no más de seis meses de vida, hace ya dos años, ha cogido al toro por los cuernos, el rabo y los testículos y afronta cada día con la misma sonrisa y remango y taconea el piso de madera de su casa desde las seis y media de la mañana, para salir, hecha un brazo de mar, contagiando de energía y alegría a quien se le cruce por delante y regresa haciendo ruido para ahuyentar cualquier fantasma o espíritu infernal que pretenda empeorar las cosas en su hogar.

Porque a riesgo incluso de que a ojos ajenos pueda parecer que es insensible a lo que le cayó en suerte, no está dispuesta a que la enfermedad de su marido se los coma, ni más de lo justo a él ni a ella por el camino.

Luego está la madrugadora que cada día a las cinco o cinco y media de la mañana comienza su jornada y emprende un ritual que incluye cambiarse unas bolsitas que lleva adheridas a su estómago porque sustituyen la mitad de sus intestinos, mientras su amoroso marido la ayuda y la sostiene para que el trago sea menos amargo y más rápido, antes de ponerse a hacer el desayuno a una pareja de gemelos de 11 años que devoran la vida a tragos porque su madre así les está enseñando a vivir. Ella es la incomprendida que publica una fotografía de cada amanecer y como lo hace desde su terraza de Radazul y da los buenos días por teléfono y en las redes sociales, con mayúsculas y agradeciendo al Universo por permitirle ver un nuevo día, cosecha de vez en cuando opiniones desagradables, cuando menos, de personas que creen que es una ociosa ama de casa que acaba de descubrir Instagram y El Secreto y todas esas cosas de la ley de atracción universal.

Por último, y no por ello menos importante, está la desmelenada que nos hace reír a todas a carcajadas diciendo auténticas burradas y contando chistes de cosaco borracho, como terapia absolutamente eficaz para combatir la dureza del ingreso hospitalario de quien es su marido desde hace casi 25 años y que ya tiene metástasis en tres órganos vitales y todo el abanico de los efectos secundarios de la quimioterapia, que ha estado recibiendo en los últimos seis años desde que se le descubrió el primer tumor maligno y que ya comienza a hacer decaer todo su organismo. Pero ella, en medio de su ajetreado día que incluye llevar y traer a su hijo menor al colegio en la villa de al lado, planchar lo propio y lo ajeno para ganar unos píos extra, ahora también limpiar en casa a ajena por un dinerito más, hacer la compra, visitar al marido ingresado llevándole palmeras de chocolate y golosinas de contrabando, y mil cosas más, siempre tiene medio segundo para quedarse bizca intentando escribir alguna barbaridad en su telefonito y hacernos estallar de risa en dondequiera que nos pille el mensajito en cuestión.

Hay cosas que uno nunca merece y que simplemente van y le tocan en la rueda de la vida, en carne propia o en la de un ser querido, pero de cada uno de nosotros depende hacer de ello un mar de lágrimas o, como poco, una tragicomedia shakesperiana, donde puede que alguien muera al final del último acto, pero lo hace tan apaciblemente y llevándose tanta paz y tanto amor, que quienes aún tenemos vida no podemos menos que ponernos de pie y aplaudir a rabiar.