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Amaia Egaña> Por Luis Ortega

Hasta ahora, los suicidios de los desesperados ocuparon un espacio residual en las páginas de sucesos o vinculados a la crisis de mentirosos, engañados y consentidores. (O sea, banqueros, usuarios encandilados por el lenguaje de los feriantes, y políticos sin conciencia ni valor para detener esa bola que rodó y rueda como una plaga bíblica). Para reparar en el alcance del problema fue precisa la terrible decisión de una mujer de 53 años, madre de familia y trabajadora que, hasta el último instante, ahorró a los suyos la amenaza implacable que pesaba sobre su casa, el final abrupto de un sueño roto por la llegada de los agentes judiciales con la orden de desahucio.

Tuvo que morir Amaia para que las sombras de quienes, como ella, tomaron la trágica determinación formaran un cortejo de muertos que tiene -según la usada tesis ética de Pedrojota cuando le conviene- “responsables intelectuales”, que, como siempre, se irán de rositas. Fue una vasca valiente que afrontó, durante años, el riesgo de su filiación socialista, aumentado con su cargo de concejala, ante la locura de los pistoleros que rehúsan entregar las armas y los cómplices legalizados que no paran de homenajear a los asesinos. Deja un vacío amargo en su esposo Manolo Asensio -como ella, disidente público del miedo, que también es complicidad, de los etarras- y en el hijo al que despidió, como cada día, cuando salió para la universidad. Pero deja también, por la repercusión mediática de su tránsito, una seria advertencia a los poderes económicos y a los mascarones políticos que consienten sus trágalas.

Frente a una justicia que, en general, no goza de crédito popular, han salido jueces con estómago y han dicho basta, y policías que objetan ejecutar la crueldad añadida del desalojo de una familia que creyó, tal y como dice la Constitución, que tener una casa es un derecho. Por razones que no vienen a cuento, esta noticia toca de cerca en esta casa, pero, por encima de todo, es un aldabonazo a las conciencias de una ciudadanía harta de promesas incumplidas, de delincuentes protegidos por su origen y circunstancias, y de todos aquellos que, por acción u omisión, permiten prácticas abusivas, no legislan para el común de los mortales o juzgan al pie de la letra, sin recordar que esta, como toda acción, tiene espíritu. No hay consuelo para quienes la perdieron, pero la ausencia física de Amaia Egaña es una sombra de valor y lucha que nos hará mejores y servirá para espantar el conformismo actual, como muchos explotadores y comparsas espantan la decencia y la solidaridad de nuestras vidas.