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Aprendizaje> Por Domingo Negrín Moreno

Estoy aprendiendo a ser un canalla. Me conviene, porque un estudio publicado por la prestigiosa revista New Scientist confirma lo que ya me temía: los chicos malos ejercen una inconcebible atracción sobre las mujeres. En general, claro está.

Creo que progreso adecuadamente. Poner cara de pillo es un avance. Para potenciar el magnetismo, llevo un imán en el bolsillo derecho. Cuidado, que no siempre funciona. A veces acumulo chatarra en demasía. Luego me pesa.

En el costado izquierdo del pantalón porto el móvil, que solía sacar cuando algunas muchachas, sospechosamente amables, me ofrecían su teléfono. “No, gracias. A mí me va bien con este”. En realidad, se referían al número. He cambiado de estrategia. “Si te apetece, montamos un numerito”, exclamo. Para mi sorpresa, sonríen con perversa complicidad. Debe de ser que valoran mi atrevimiento.

Antes era tan tímido que pedía un café en la máquina y me salía un cortado. Ahora me hago el sinvergüenza… y se ríen.

¡Se van a enterar! En comparación conmigo, Maquiavelo era un calzonazos. Dado que aparentemente soy un tipo de pocas luces, me he pasado al lado oscuro. Pícaro, misterioso y provocador. Una excelente combinación, aunque enmascare un corazón delicado.

En el instituto hice mis pinitos. Los más gamberros -dentro, eso sí, de la estricta legalidad- nos juntamos en un curso fabuloso. Al cabo de los años, la leyenda me persigue. Y yo dejo que me atrape. Sería fantástico que se repitieran aquellas irrelevantes irreverencias.

Eran golferías simpáticas e inofensivas que liberaban tensiones y establecían vínculos de cariño; especialmente, con la profesora de Literatura. Ella era el verso endecasílabo de un soneto de admiración, maestra de la ternura.

Se acabó. Voy a comerme el último Kinder Bueno.