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Calor de hogar

Antartida

FÁTIMA HERNÁNDEZ | Santa Cruz de Tenerife

No se separaba de su pareja ni un solo instante. Desde hacía tiempo esperaban con ilusión el nacimiento de su pequeño y aquello les llenaba de alegría. Comprobó cómo ella había cambiado, mucho, ya no era la de antes, la de silueta estilizada y ágil que le ganaba las carreras cuando -en silencio- se retaban a lanzarse por las extensas pistas de nieve que tanto les gustaban. Se percató de que había engordado en exceso, comía sin mesura, sin contención, y aquel caminar suyo de suave balanceo, que tanto le cautivaba, se había convertido en un andar torpe, casi de columpio, que le impedía avanzar tanto como hubiera deseado. Cuando se ponían juntos para darse calor las tardes duras de los inviernos gélidos, en las que el viento era tan intenso que le costaba vislumbrar la figura de su pareja cuando la observaba con arrobo, recordaba la primera vez que la había visto, destacando altiva, nadando y jugando en el agua, un agua en la que a él -perezoso- le costaba zambullirse.

Le había gustado desde el primer momento, la había preferido a otras, a aquellas que le rodeaban cada tarde cuando iba a darse uno de sus chapuzones cotidianos y -jugando bulliciosas- lo tiraban a tierra y le golpeaban a modo de reto inocente, aunque algo perverso y con cierto toque de cortejo. Ella, de unos 19 años -él tenía 20- era diferente, le incitaba con la mirada a que se lanzase, que no se quedase quieto, que chapoteara junto a ella en el azul del océano que estaba siempre fresco y delicioso.

Transcurrido un tiempo, una etapa muy dura, en la que ella apenas se movía y él la alimentaba con paciencia de santo, el pequeño nació, era idéntico a su padre, los mismos ojos, su carita tierna y redonda, así como una ligera pelusita que le cubría su cabeza y que su madre rozaba -repetitivamente- con ternura. Ella, cuando los veía juntos, los contemplaba con arrobo, a los dos, observaba cómo él con dulzura -para no hacerle daño- lo apretaba contra su cuerpo, haciéndole innumerables mimos y arrumacos. El pequeño sentía predilección por su padre, tanta que, a propósito, se colocaba delante para que no pudiese avanzar, haciéndole caer durante sus juegos. La madre era feliz cuando los observaba, antes de dejarlos solos e ir a buscar la comida como habitualmente hacía.

El invierno esa temporada había sido extremo, las tormentas se sucedían una tras otra y, a veces, dado el mal estado de su compañera, él sospechaba que no soportaría otro año más, que moriría, era evidente que estaba muy enferma. Una tarde en que padre e hijo regresaban de darse un reconfortante baño, no la encontraron. Durante varias horas, y a lo largo de varios kilómetros, la buscaron desesperados, lanzando desgarradores chillidos y gritos que atrajeron a la comunidad, a sus vecinos. Finalmente la hallaron en el suelo, cerca de la orilla, inerte y rígida, con su cuerpo envuelto -de manera extraña- en un grueso cabo similar al que usaban los pescadores. Alguien la había matado.

Sphenisciformes es un orden de aves marinas que incluye solo la familia Spheniscidae, donde se hallan encuadrados todos aquellos animales llamados pingüinos, pájaros bobos o pájaros niños, como se los denomina vulgarmente. Se conocen seis géneros y 17 especies que habitan zonas antárticas y australianas, así como los bordes extremos marginales afrotropicales y neotropicales. Los primeros ejemplares, de estos curiosos y entrañables seres, fueron observados allá en el siglo XVII por exploradores que se adentraron en las regiones más frías del Hemisferio Sur (en el Hemisferio Norte no hay) y se mostraron extrañados ante unos animales que andaban torpemente, no volaban aunque sí corrían con velocidad considerable, y gustaban de retozar y nadar como auténticos torpedos en las aguas frías (diríase gélidas). La reproducción es compleja, los pocos huevos que ponen las hembras (uno por lo general) son custodiados también por los machos, alternándose los padres mientras uno de los dos busca alimento. Dichos huevos, así como los pequeños, son protegidos del viento y del frío sobre las patas de sus progenitores, que los cubren además con parte del tegumento, dado que el cuerpo de los adultos contiene una gruesa capa de grasa que les sirve de resguardo frente a las inclemencias del tiempo y como soporte vital (reserva) durante el periodo de cría. La dieta incluye pequeños peces, calamares y krill (un crustáceo planctónico abundante en aguas de la Antártida). Sus enemigos más comunes son focas, leones marinos, tiburones y algunos cetáceos, si bien en ocasiones quedan atrapados en las redes de pesca, lo que provoca su muerte.

Fátima Hernández es Conservadora marina del Museo de la Naturaleza y el Hombre del OAMC del Cabildo de Tenerife