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¿Cuántas veces?> Por Juan Hernández Bravo de Laguna

En una carta enviada esta semana por la vicepresidenta de la Comisión Europea y titular de Justicia, Viviane Reding, al secretario de Estado para la Unión Europea, Íñigo Méndez de Vigo, se reitera que una Cataluña independiente quedaría fuera de la Unión Europea desde el mismo momento de su independencia, y que, por lo tanto, España tendría la última palabra en un eventual proceso de aceptación del nuevo Estado. Porque la admisión en el club comunitario requiere la unanimidad, es decir, que ningún miembro ejerza su derecho de veto. Y, además, estaría por ver si Europa aceptaría entablar conversaciones de adhesión con un Estado surgido en la ilegalidad. De hecho, Reding se ha limitado a formular la posición expresada por el presidente de la Comisión, Jose Manuel Durao Barroso, en sus respuestas a dos preguntas, de 2004 y el año actual, en el Parlamento Europeo.

En ambas respuestas aclara que “cuando un territorio de un Estado miembro deja de ser parte de ese Estado, los tratados de la Unión cesan de aplicarse en dicho territorio”. En otros términos, un nuevo Estado creado como resultado de un proceso de independencia se convertiría en un “tercer país” con respecto a la Unión Europea, expresión que se utiliza para referirse a los Estados que no son miembros de la Unión.

Los independentistas catalanes conocen perfectamente estas consecuencias económicas europeas de su empeño, uno de los factores que hacen al empresariado catalán ser contrario a la idea. Saben que una hipotética independencia en plena crisis económica y financiera les colocaría ante un problema mucho mayor, un problema que se llama Unión Europea, moneda única y mercado español. Pero les da igual, porque sus actuales afanes soberanistas precisamente tratan de ocultar la dramática situación económica y financiera catalana, y responden al propósito deliberado de distraer la atención de la ciudadanía. El nacionalismo catalán, con el presidente Artur Mas y la Generalitat al frente, intentan que el ruido y la algarabía de sus reivindicaciones hagan olvidar la pésima gestión económica catalana de los últimos años, una gestión irresponsable y despilfarradora, que les ha llevado hasta la quiebra y la necesidad de solicitar un rescate al Estado. Para eso sí vale España. Y en eso no se distingue Cataluña de otras Comunidades Autónomas, a las que los catalanistas tanto desprecian.

También saben los nacionalistas catalanes que los ejemplos de Quebec y Escocia que invocan no son de aplicación, porque las Constituciones de Canadá y el Reino Unido son muy diferentes a la nuestra. Y que, por consiguiente, solo una reforma constitucional en profundidad o una nueva Constitución española permitirían la operación que pretenden. El problema del referéndum de autodeterminación con que amenaza la Generalitat no reside únicamente en su carencia de legitimación competencial para convocarlo. La cuestión principal está en que supone un intento de reforma de la Constitución al margen de los procedimientos previstos por ella para su reforma, dado que el propio objeto de la consulta, su pregunta, vulneraría frontalmente los fundamentos y los preceptos constitucionales. Esa pregunta, más que inconstitucional, sería anticonstitucional y contraria al orden constitucional.

Pues bien, a pesar de ser fundamentales, las cuestiones anteriores no agotan el problema. Supongamos por un momento que la Constitución española legitima el referéndum que pretende el independentismo catalán, que la consulta se celebra y que la mayoría de los votantes optan por no separarse de España. ¿Estaría terminado el asunto? ¿La voluntad de los habitantes de Cataluña expresada en las urnas lo cerraría de una vez por todas? No, nos tememos que no. En Quebec se han celebrado dos referendos, en 1980 y en 1995, y los dos los han ganado los partidarios de continuar unidos a Canadá. En buena lógica democrática, cualquiera pensaría que no ha lugar para seguir enredando con el tema. Pero la buena lógica democrática no es patrimonio de los nacionalistas, y ya están reivindicando un tercer referéndum. Si lo vuelven a perder, pedirán un cuarto. Y así hasta que ganen uno. Entonces será el definitivo, declararán la independencia y calificarán de enemigo del pueblo al que pregunte por qué ese referéndum vale y los demás no han valido, y por qué no se siguen celebrando referendos para decidir si se unen de nuevo a Canadá. En resumen, el juego se repetirá hasta que el niño mimado y consentido le gane a sus amiguitos.

De modo que el problema catalán continuará mareándonos incluso si el famoso referéndum se celebra y lo pierden los soberanistas. Y tendremos que seguir aprendiendo a convivir con él, como afirmaba Ortega y Gasset en 1932 en su polémica con Manuel Azaña sobre el Estatuto catalán. Además, ¿bastarán unos pocos votos de más para ganar? En Canadá, la denominada Ley de la Claridad, inspirada, a su vez, en un dictamen del Tribunal Supremo de ese país, establece que en un futuro referéndum la mayoría a favor de la independencia debe ser “suficiente”. ¿Aceptarán tal cosa nuestros particulares separadores? ¿Cómo se dice “suficiente” en catalán independentista?

Habría que preguntarle a Artur Mas y compañía cuántas veces y cuántos votos serán necesarios para que dejen de poner en peligro nuestra convivencia y nuestra democracia.