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Democracia sindical> Por Juan Hernández Bravo de Laguna

A finales de los años cincuenta, desde Radio España Independiente, Santiago Carrillo propugnaba la huelga general política como estrategia de lucha antifranquista. Aquella obsesión -nunca cumplida- por paralizar el país la sufrieron también los sindicatos en sus huelgas generales en contra de los gobiernos de Felipe González y, sobre todo, de Aznar. No en la que le hicieron a Rodríguez Zapatero, que fue una huelga general de cartón piedra, un simulacro de atrezo y guardarropía, que las dos centrales sindicales hegemónicas que sufrimos los españoles para desgracia de la democracia, la UGT y Comisiones Obreras, se sintieron obligadas a desencadenar, y que resultó tan poco creíble y tan patética como ellas mismas. Pues bien, esta obsesión se repitió el pasado miércoles, incluyendo la consabida guerra de cifras y datos entre el Gobierno, los partidos de la oposición parlamentaria y las propias centrales sindicales. Porque todos miden el éxito de una huelga general por su capacidad para convertir un día de trabajo en un día sin trabajo en todo el país.

Pero no nos engañemos; en una buena medida, el éxito -y los problemas- no fueron de la huelga en sí; se debieron a la capacidad intimidatoria de los mal llamados “piquetes informativos”, y de la cantidad y calidad de la violencia que emplearon para ilustrar sus amenazas, coacciones y variados actos de vandalismo. Estos piquetes delictivos, que actuaron especialmente en el ámbito de los servicios públicos y de los negocios privados abiertos al público, al igual que el incumplimiento sistemático de los servicios mínimos, constituyen una de las importantes asignaturas pendientes de nuestra democracia. Y se encuentran en el origen de la comisión de lo que antes eran faltas e, incluso, de graves delitos, que nada tienen que ver con los derechos de los trabajadores -que somos todos- ni con el ejercicio del derecho de huelga, que rara vez se denuncian y que nunca se persiguen ni sancionan. Nuestros inefables sindicatos hegemónicos, corporativos y subvencionados no quieren entender los fundamentos de una democracia representativa -la única posible-; pretenden contar los votos en la calle y no en las urnas; y aspiran a imponernos la lógica de las pancartas y las coacciones, agresiones y sabotajes de los piquetes delictivos a la lógica de los debates parlamentarios. Mala salud democrática arrastra una sociedad en la que tales comportamientos proliferan, poseen capacidad social de chantaje y de intimidación, y, por si fuera poco, pretenden ser legítimos.

Cuando durante una huelga los huelguistas no respetan la ley; un establecimiento privado se ve compelido a cerrar o un servicio público a no funcionar por temor a los piquetes; no se cumplen los servicios mínimos, que constituyen una estricta obligación; y se producen coacciones, agresiones y sabotajes, estamos ante un grave déficit democrático.

Al margen de los lamentables hechos anteriores, las características de una huelga general son un claro exponente de los profundos cambios que ha experimentado en nuestros días el ejercicio del derecho de huelga, una de las emblemáticas reivindicaciones del movimiento obrero desde sus inicios, y cuyo reconocimiento por los poderes públicos tantas luchas y tantos esfuerzos costó conseguir. En primer lugar, porque la huelga nació históricamente como el único medio que los obreros -la parte más débil- tenían para perjudicar los intereses de su empresa y obligarla así a negociar, es decir, surgió en el ámbito privado laboral. Sin embargo, una huelga general, por definición, no se hace en contra de un empresario o una empresa, se hace en contra de un Parlamento y un Gobierno y, en consecuencia, se desarrolla en el ámbito público y es política. Al mismo tiempo, toda huelga que afecta a un servicio público -máxime si la empresa es también pública- se lleva a cabo, en realidad, en contra de los usuarios del servicio, que se ven injustamente agredidos en sus derechos e involucrados, a su pesar, en un conflicto con el que no guardan ninguna relación y, lo que es peor, que no pueden resolver -ni coadyuvar a resolver-.

Los sindicatos hegemónicos de este país no han perdido la capacidad de sorprendernos. Ni de hacernos reír. Porque en la anterior huelga general conocíamos la noticia de que la UGT estudiaba demandar judicialmente a la patronal CEOE por distribuir entre sus asociados una circular en la que calificaba la huelga de “huelga política”, cuya motivación principal era “poner en tela de juicio el ejercicio de la soberanía nacional” por el Parlamento. Como si no fuese evidente que las huelgas generales están dirigidas en contra “del Gobierno de la Nación y las instituciones parlamentarias en las que reside la soberanía nacional”, según afirmaba la circular. ¿O es que todas las medidas gubernamentales, objeto de la huelga, no han sido aprobadas democrática y legalmente por nuestro Parlamento y propiciada por un Gobierno salido de las urnas? ¿Alguien puede explicar en contra de qué empresa o empresario se convoca una huelga general? Dos huelgas generales en ocho meses en contra de un Gobierno que no tiene ni un año de vida y que ganó las elecciones con mayoría absoluta parecen excesivas hasta para nuestros sindicatos. Y para su peculiar manera de entender la democracia.