después del paréntesis>

Desahucios> Por Domingo-Luis Hernández

Me dijo que había visto un documental en la tele en el que explicaban los proyectos de Hitler para transformar Berlín. La idea era construir allí edificios tan grandes e imponentes que quienes los vieran no dudarían de su grandeza, gravedad y gloria. Las construcciones manifestaban el esplendor y la magnificencia de un régimen, al tiempo que el ingenio y la capacidad de quien tal portento conjeturó en honor de la nueva Alemania. Quedaría constancia de lo que Hitler transformó y que él dirigía ab aeterno. Dedujo que tal cosa manifestaba la locura más abyecta de un tirano y también cuál es el monstruoso signo de la soberbia. Vio pruebas ejecutadas por los arquitectos que aún existen. Oyó que el peso de esas edificaciones habría de ser tan descomunal que el suelo de Berlín se hubiera hundido. Así es el mundo, me dijo, cuando se vuelve loco.

Recordó que en París vivió un sujeto de la historia que se llamó Napoleón. Lo aludió porque sabía que el de la batalla de Waterloo también expuso su desmesura en el suelo y convirtió la capital de Francia en una repetida avenida con que dirigir ampulosos desfiles militares. Eso fue así porque el emperador excéntrico y chiflado se transfiguraba y gozaba con semejantes manifestaciones.

Y rememoró algunos días en los que cayó de rodillas ante la excelsitud de algunas de las catedrales de Europa que había buscado y visitado. Dijo que, si Dios es grande, la catedral de León, la de Colonia o Notre Dame lo representaban.

Yo sabía que mi interlocutor tuvo una empresa próspera por causa del ladrillo y la especulación por el ladrillo. Me contó que él también proyectó transformar el mundo cercano en un solar distinguido, para provecho y contento de él y de los suyos. Su casa no era ampulosa; era nítida (como él creía la existencia), luminosa, cómoda, amplia. “Allí viví”, me dijo. Hasta ayer, en que terminó de descolgar el más pobre y escondido aplique de la luz porque no iba a dejar ningún objeto de cuantos coleccionó para contento de su vista. Hoy esperaba la visita de quien no quiso ver. El banco lo desahuciaba.

Me comentó que a partir de ahora la familia viviría dividida acaso por los siglos de los siglos; ellos en la vivienda de sus suegros, los hijos en la de sus padres. Eso quedaba. Y me refirió que es cierto que él también anduvo preso de la soberbia, del lujo y del despilfarro, pero que no había hecho el mundo tal como ahora lo contemplaba, que alguien lo ayudó en tal fin. Unos subsistían como subsistían y otros repetían lo que siempre respeten. Que él no era equiparable a los pobres que cada día se ven privados de la dignidad de sus pobres aposentos por no poder; que antes no lo pensó, pero que ahora de ese modo lo pensaba, cuando era inevitable. Le dije que el mundo no es perverso, al mundo lo hacen perverso. Y eso es aplicable a muchos de los casos a los que él se refirió. Lo que nos hace respirar al revés es la impudicia que contempla a un gobierno pagar el 99% de las ayudas estatales de las empresas a los bancos y que prepara uno “malo” con que comprar las casas que esos bancos han requisado a sus dueños. Ahora, quienes fortalecieron la desmesura, especulan con la desgracia. La sinrazón impuesta por un sistema atroz no es que te echen de tu casa, le dije; lo cruel y lo inhumano es que te expulsen del mundo.