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Héctor Tizón – Por Luis Ortega

Solo cuando se ha perdido, o temporalmente recobrado, ponemos en valor el pequeño placer de leer un libro en la hora de la siesta, a la sombra de un árbol y alternar la reflexión ante un episodio común, con la trasposición del paisaje que nos entorna con los vastos territorios de Jujuy, la región más hermosa y pobre de Argentina. Y, si agregamos como aval la posición ética y estética del autor, la satisfacción se duplica y las horas se llenan. “La mayor parte de la literatura actual se hace con la literatura misma, con palabras y juegos de palabras, es decir, con nada”, dijo aquel abogado de pobres, juez honesto y diplomático que encontró hueco en sus ocupaciones para desarrollar una obra amplia y de envidiable coherencia. “Yo prefiero contar otra vez las viejas historias, las que ya han sido contadas, semejantes a sí mismas en todo el mundo. Nunca lograremos contar algo que antes no se haya contado. Lo que verdaderamente vale es el modo de narrar y los hombres tocados por la literatura vuelven a ser niños para escuchar otra vez las mismas historias, para protegerse, porque nos exaltan y nos dignifican”.

Descubrí a Héctor Tizón (1929-2012) durante su exilio en España, acosado por la dictadura argentina a la que combatió “con la razón y el valor del derecho -los Derechos Humanos de la Revolución Francesa- que, si bien eternos, se formularon antes de nuestra construcción nacional”. En esos años, Alfaguara publicó los títulos más notables de una veintena de novelas que, frente al dominante realismo mágico y las más o menos notables, ingeniosas o frívolas experimentaciones, resultaron una isla única dentro de las letras hispanas. Entre A un costado de los rieles, de 1960 y El resplandor de la hoguera, de 2008, se levanta una sólida colección de relatos comprensibles, tratados con lenguaje escueto y preciso, con la exactitud azoriniana y una pasión inédita que no se sale un milímetro de sus inteligentes coordenadas. Los paisajes, los personajes y las situaciones se refieren a su amado Jujuy (aunque era natural de Salta y allí aprendió las primeras letras) pero son extrapolables a cualquier lugar porque el pulso de la narración, la profunda sencillez de la prosa, la humanidad doliente y gloriosa de los personajes, pertenecen a una invisible patria universal donde la gente innominada, “los amigos de los que tanto aprendí”, sean cuales sean sus circunstancias, tiene la dura y apasionante aventura de vivir, amar y morir cada día.