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Las margaritas no son para los cerdos

Por Rebeca Díaz-Bernardo

Una vez conocí a un cerdo que se metió en la vida de mi amiga Carmen, y no me refiero al lindo cochinito de barro pintado de rosa pálido con flores fucsia y turquesa y ranura en el lomo para ir metiendo monedas de peseta y de duro durante nuestra más tierna infancia. No. Este cerdo en particular hablaba y gesticulaba como un hombre, usaba pantalones y calzoncillos, tocaba el piano y tenía una licenciatura en Matemáticas, razón por la cual cuando le conocimos pensamos que debía ser un tío muy inteligente y Carmen, sobre todo, creyó que a su lado aprendería mucho.

La primera señal debió verla el día que le dijo a Carmen que vivía con su madre por la siguiente historia: resulta que había estado conviviendo en pareja con una muchacha con problemas de violencia doméstica a causa de su padre. Al parecer, él mismo animó a la muchacha a denunciar la situación y -ante la ruptura sentimental y por lástima y buen corazón- le había dejado su propio apartamento para vivir mientras encontraba otro lugar donde ir. Por eso, vivía en casa de su madre. La segunda señal fue la primera vez (meses después) que Carmen entró en el famoso apartamento y lo encontró vacío y él le contó que la mentada muchacha se había llevado todos los muebles en represalia porque le había dicho que lo suyo se había acabado definitivamente a pesar de que ella deseaba continuar. ¿Ven que no siempre fui yo la más lila de la urbanización?

Carmen convivió con él a pesar de más señales que ahora no recuerdo del todo pero que en su día cayeron sobre ella, y de rebote sobre mí, como el dedo de un dios olímpico cabreado por nuestra estupidez. Cuando llevaban algunos meses viviendo juntos, un buen día se fue a navegar solo a eso de las doce del mediodía y a las doce de la noche Carmen ya había llamado a todos los hospitales, centros médicos, emergencias, bomberos, fontaneros, rescate marítimo, torres de control, ONG e iglesias que se le pudieron ocurrir, y como ya era tan tarde, no se atrevía a llamar a su hermano o hermana o a ningún amigo y se tiró la noche entera en vela mirando al perro que a la sazón pasaba la semana con ellos porque la famosa madre estaba fuera de la isla de vacaciones y se lo había encasquetado mientras tanto. Por supuesto, el teléfono móvil del amigo este estaba apagado o fuera de cobertura y a las diez y cinco de la mañana ya no pudo más y me llamó para desahogarse conmigo mientras yo intentaba por un lado ponerme en su lugar, cabrearme con el fulano, volver a consolarla diciéndole que si no estaba en ningún hospital ni nada de eso era que estaba bien, aunque no me hacía una idea de dónde podría ser que estuviera tan bien…

A las doce del día, el interfecto apareció con cara de mustio y le contó que se había ido de cervezas con los amigos con los que había estado navegando y que como se les hizo tarde y le pillaba cerca de la casa de la madre ausente, se había quedado ahí a dormir, y Carmen estaba tan pero tan aliviada de verle con vida que de sopetón se le quitó el cabreo y el disgusto y durmió el resto del día.

Un buen día este tipo decidió que quería aprender parapente y desde entonces desaparecía desde el sábado por la mañana hasta bien entrada la noche, porque decía que después de saltar y aterrizar en el Puerto de la Cruz le apetecía darse una vuelta en moto hasta el Teide, y los domingos otra vez lo mismo, con lo que en poco tiempo los findes se convirtieron en Carmen consigo misma y ella misma con su yo a la vez que ella. Y aunque personalmente no las tengo todas conmigo de que él realmente aprendiera el parapente de las narices, sí que garantizo que, al menos un día no tuvo más remedio, porque nos empeñamos en acompañarle hasta Izaña y se tuvo que poner todo el armamento y saltar desde allí, y cuando llegamos al Puerto a buscarle, luego lo pensé, tenía cara de haberse mojado los pantalones de abajo a arriba.

Así que un buen día la inocente Carmen, pensando que lo que su vida de pareja necesitaba era un aliciente extra, se decidió a comprarse un vibrador porque Sexo en Nueva York ya estaba en boga y montó todo un sarao para localizar una sex shop donde localizar uno así de mono, rosa fucsia con conejito y velocidades y bolas que rotaban como el que salía en la serie, y a las nueve de la noche, con el vibrador envuelto para regalo encima de la mesa de la sala se sentó a esperar y a eso de las diez de la noche el teléfono la despertó. Era él, para decirle que no volvía más a casa y que ella tenía una semana para irse porque no iba a regresar, que lo suyo se había acabado y que (una vez más) estaba en casa de su madre y que allí se quedaría hasta que ella ya se hubiera ido.

Sé que Carmen luego lloró mucho, las dos lloramos y echamos pestes de semejante personaje, pero esa noche, harta, mi amiga rasgó el papel de regalo del paquete que tan primorosamente había envuelto, puso música jazz, se largó media botella de vino ella sola y tuvo cuatro orgasmos seguidos con el que luego bautizamos como Terminator, porque de entrada le quitó a mi amiga el complejo de frígida que había estado fraguando en los últimos tiempos, y de salida y en poco tiempo la ayudó a dejar de ser una inocente margarita que creía a pies juntillas en todo lo que le decían, sin hacer caso de Pepito Grillo, o de su cabrona interior.