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Otra aburrida opinión sobre la Cultura> Por Andrés Expósito

Desde que la especie humana se colocó en sus extremidades traseras e irguió su cuerpo, a lo largo del camino en que ha embarcado su evolución, forjó la cultura, y es a través de ella que alcanzó cierta templanza de introspección reflexiva. Mientras que las demás especies han trazado su trayecto en la monotonía de satisfacer y ocuparse única y exclusivamente de sus necesidades atávicas, la especie humana bifurcó trayectos donde al adquirir el conocimiento, y más concretamente al desnudarlo, halló en ella la verdadera distinción y esencia que los diferencia de las demás especies.

No debiéramos engañarnos al pensar que la rueda, el fuego, el vehículo, Internet, la economía, el dinero, las casas, la ropa que cubre nuestros cuerpos, el móvil, los artículos de lujo, la intimidad de nuestro apareamiento, son las diferencias que marcan y dibujan la línea de separación que mostramos ante las demás especies, pues en todo momento, todas estas prosiguen funcionando como satisfacción y cumplimiento de necesidades atávicas, las necesidades atávicas de nuestra especie. Otras especies tienen otras, nosotros tenemos también esas. La diferencia, en ese sentido, es exclusivamente de necesidades atávicas. Algunas especies albergan el agua para residir, otras la tierra o el aire, y en ellas contemplan y ejercen su particular mundo, su autómata paseo por esta nimia pausa o lapsus, que es la vida. La cultura se desmarca de todo ello, en cuanto esta es aprovechable para el ejercicio natural de la existencia, para el continuo lucro interior del conocimiento, para la desnudez y la impregnación de esas riquezas nociones, de esas sombras o rastros que van afianzándose en la medida que el adiestramiento y la autárquica conducta cultural nos la acerca.

Esa diferencia que nos aparta de ser una automática especie que trascurre ofuscada exclusivamente en saciar la necesidades atávicas, en ese automatismo como un ferrocarril que recorre el mismo trayecto una y otra vez, repetido, reiterado, cómodo, ciego, parece que en esta crisis económica es el gran objetivo y diana de quienes interpretan que nuestros hijos no necesitan de ella, que deben prescindir de la libertad, elocuencia, rebeldía, y la actividad reflexiva que la cultura nos provee.

El derecho al conocimiento es y debe ser el principio y la fortaleza de toda convivencia democrática, y el deber de todo gobierno que legisle dicha convivencia, reivindicar y salvaguardar la propia cultura, desvivirse, facilitar y eliminar todos los impredecibles e incesantes obstáculos que garanticen el acceso a ella, y ese acceso debe ser viable e inteligible desde cualquier rincón de la propia diversidad y penurias que procura la metrópolis.

Nadie debiera quedar negado o apartado de dicha posibilidad, salvo que no interese que ese manantial de evolución personal y colectiva quede relegado solo a ciertos sectores. Pudiera pensarse, entonces, que el resto debiera viajar o transitar como el ferrocarril, por las previstas y condicionadas vías, realizando las continuas y cotidianas paradas de las propias necesidades atávicas, con la finalidad de no molestar. El crecimiento cultural e inteligente de una metrópolis, de una nación, de un grupo estudiantil depende y se forja en consecuencia con los miembros que la integran, y de la facilidad que posean para alcanzar y adueñarse y desnudar el conocimiento. La cultura, en definitiva, es el rasgo que nos distingue y separa de las otras especies, lo demás solo son necesidades atávicas, nuestras necesidades atávicas.