sobre el volcán>

Silencio ante el sufrimiento> Por David Sanz

No he vivido de espaldas a la muerte. Por desgracia, ha sido una realidad que he tenido que mirar de frente demasiado pronto, a sabiendas de que este visitante siempre llega a destiempo. El cementerio de Santa Lastenia forma parte de la geografía afectiva de mi infancia. Allí subíamos, mi madre y yo, casi todos los sábados desde que era un niño para poner flores en la tumba de mi padre. Pasear entre lápidas se convirtió en un acto tan rutinario en la niñez como las películas de Tarzán de la sesión de tarde o la botella de Mirinda en los almuerzos del domingo.

Esa normalidad apenas dejaba hueco para el misterio, salvo el exotismo de aquellos entierros hindúes, que por entonces, supongo que los métodos habrán cambiado ahora, quemaban con pilas de madera los restos y el camposanto quedaba impregnado de un intenso olor, en el que el humo que desprendían los troncos carbonizados se debía mezclar con algún tipo de sahumerio propio en estos rituales funerarios. Pasado el tiempo, en mis manos se murió mi abuela, a quien tuve la suerte de cuidar en sus últimos años de vida, como ella se ocupó de mí mientras las fuerzas se lo permitieron. Con casi 95 años se apagó, serenamente, mecida por el calor de los suyos.

Pero por muy normalizada que tenga esta condición mortal del ser humano, no puedo dejar de rebelarme ante sucesos como la muerte de esta pequeña en Los Llanos de Aridane, mientras disfrutaba del recreo en el colegio con sus compañeros de clase. La muerte de un niño desbarata cualquier atisbo de sentido que pueda llegar a tener esta vida, si es que hay alguien que todavía sea capaz de encontrarlo. El sufrimiento del inocente es la muestra más palpable del silencio de Dios, pese al empeño de sus predicadores de tener más razón que su representado y querer justificar lo inexplicable. No imagino una tortura mayor para unos padres que la desaparición de un hijo, sobre todo cuando apenas está comenzando a vivir. Esta traición del destino, debe ser como una puñalada mortal en el alma. Ante este terrible misterio, solo puedo pensar en el dominio del azar, donde deja de tener sentido cualquier consideración ética, por no hablar de las metafísicas, para comprender los hechos. Otra explicación que intentara justificar esta brutal injusticia me parecería un ejercicio de cinismo.