las pequeñas cosas>

Sin rodeos> Irma Cervino

La señora que limpia la escalera de mi edificio me pidió un favor el otro día. “Por dios, Carmela, faltaría más”, le respondí sin saber todavía lo que me iba a decir. Yo pensaba que lo que ella quería era usar mi teléfono para llamar a su marido que, desde que está en paro, se encarga de llevar a los niños al colegio y de poner la lavadora, aunque todo eso es un decir. Después de dos semanas, el pobre hombre todavía no tiene muy claro cómo se hace cada cosa y, en más de una ocasión, se ha confundido y ha llevado la ropa sucia al colegio. De momento, no hay constancia de que haya metido a los niños en la lavadora. Todo se andará.

Pero no era el teléfono lo que ella necesitaba. En realidad me pidió que le acompañara a su peluquería porque la han modernizado y no entiende muy bien cómo funciona ahora. Reconozco que cuando me lo dijo tuve ganas de reírme pero me contuve porque la pobre tiene el pelo ya como los Jackson Five en su peor momento. Tanto es así que, hace dos días, cuando la mujer enjabonaba la entrada del edificio, al del quinto se le derramó el agua de la regadera por el balcón y, desde que el líquido tocó la punta del pelo hasta que le llegó al cuero cabelludo, pasaron al menos seis minutos o siete. Lo que ocurrió luego mejor no lo cuento.

Visto el panorama o más bien su cabellera no me lo pensé dos veces. Decidí acompañarla esa misma tarde para comprobar, además, cuáles eran los cambios tan raros que habían hecho en su peluquería para que ella no pudiera ir sola. Una vez allí, no percibí nada extraño. Había lavabos, sillas, espejos, secadores, peines, clientas… vamos, lo normal en una peluquería. De pronto, por megafonía, alguien dijo su nombre: “Carmela Toledo, pase al box cuatro, por favor”. La mujer se puso a temblar y me agarró del brazo pidiéndome que le acompañara. Ya en aquel cubículo de color verde fluorescente y, cuando por fin había logrado sentarla frente a un espejo que rejuvenecía al menos cinco años y tres meses, otra voz empezó a decir: si quiere champú hidratante, sonría; si quiere anticaspa, póngase seria; si va a cortarse el pelo, cierre el ojo derecho; si quiere darse tinte, cierre los dos ojos; si quiere lavar, cortar y peinar, bostece. Al final, convencí a Carmela de que sonriera, cerrara los dos ojos y bostezara. A la hora y media, salimos de allí, me dio las gracias y nos despedimos.

A la mañana siguiente, cuando bajé al portal, me di cuenta de que había un cartel colgado junto a los buzones. Me acerqué y leí: “Si quieren que le saque más brillo a la escalera, súbanme el sueldo; si quieren que no gaste tanta agua, no ensucien tanto; si quieren que el espejo del ascensor esté como los chorros del oro, mírense menos; si necesitan un fontanero, les dejo el teléfono de mi marido.