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Antonio Cubillo – Por Luis Ortega

Paciente en la cola de doña Manolita, un vecino de Santa Cruz me gritó a distancia y, tras el saludo, me puso al día con las nuevas insulares, entre otras, la muerte de Antonio Cubillo, fundador del Mpaiac y pionero en la reivindicación de la independencia de Canarias. La noticia, a dos mil kilómetros de distancia, desató una hilada de recuerdos de amigos ausentes, entre ellos Alfonso García-Ramos, que fue quien nos puso en antecedentes de Cubillo Ferreira (1930-2012), de su misma quinta y curso de Derecho, cuando este, desde Argel, llamaba a los periódicos isleños con amplias dosis de doctrina y algún que otro anuncio de atentados. En la joven y amenazada democracia, fue un verso suelto que motivó -como casi único éxito y en la efervescencia de los movimientos de liberación en la cercana África- una visita informativa, sin consecuencias, de una delegación de la OUA. Como siempre, la Puerta del Sol bulle con viandantes de todos los orígenes y pelajes y, en Mallorca, la afamada pastelería cuesta un buen rato hacerse con sitio en la barra o en una mesa. Allí espero al paisano, empeñado en compartir un café, tal como, con frecuencia regular, hacemos en El Combate. En los mástiles de la entrada al edificio representativo de la Comunidad madrileña, la bandera roja con siete estrellas blancas, diseñada por Cruz Novillos en 1983, motiva un agudo comentario de mi interlocutor sobre la polémica de las estrellas verdes -siete también- en la enseña canaria y sobre el cambio de uso del inmueble que, tras su triste fama como sitio de represión, entró al servicio de la autonomía singular de la Villa y Corte. Coincidimos en repudiar el criminal y grosero ataque que dejó al abogado lagunero con secuelas para el resto de sus días -ocurrió en 1978- y que, 34 años después, analizó su sobrino Eduardo Cubillo en un documental que contó con las confesiones de su agresor, José Luis Espinosa, “un simple mandado”, como siempre declaró la víctima, cuya coherencia reivindicativa hasta el final de sus días no le pueden negar ni sus más conspicuos adversarios. Para la historia quedó la sentencia que, por primera vez, condenó a la seguridad del estado del crimen y, en consecuencia, lo indemnizó por los daños físicos que le ataron a las muletas para siempre y, también, el perfil de un político utópico que amedrentó con la violencia y luego, templado por los años y los sinsabores, fue correcto pero irreductible, con quienes pensaban todo lo contrario, que eran muchísimos más que sus seguidores, y lo manifestaban con buenos modos.