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Apuntes personales sobre Cubillo> Por Leopoldo Fernández Cabeza de Vaca

No me resulta fácil hablar de Antonio Cubillo, en paz descanse. En él se dan algunas contradicciones que no sé si seré capaz de reflejar correctamente para procurar ofrecer en mis juicios al más justo retrato del extinto líder independentista. Por una parte está el Cubillo político, intolerante, terco, fanático, autoritario, obcecado, perdedor nato. Y por otra, el Cubillo sencillo, divertido, gran conversador, confiado y campechano, de finísimo humor y relación exquisita. Se trata de dos personalidades distintas, dos modos de ser, lo cual no quiere decir que el fallecido líder independentista tuviera un trastorno disociativo de la identidad, sino que, sencillamente, su forma de obrar y desenvolverse me resultaba contradictoria.

La benevolencia y bondad cubillista queda admirablemente recogida en el documental cinematográfico Cubillo. Historia de un crimen de Estado, de su sobrino Eduardo (que ha sido seleccionado para los Premios Goya del cine español), en el que, en un gesto de generosidad extrema, perdona a Juan Antonio Alfonso, el mercenario que atenta contra su vida en Argel y lo deja lisiado y en silla de ruedas para el resto de sus días. En cambio, en el coloquio del programa El Envite de la RTVC, montado tras la emisión del documental, aparece el Cubillo intransigente y empecinado que se niega a reconocer que hubiera causado mal a nadie con la lucha terrorista del MPAIAC. Hasta el punto de que, ante una insinuación mía, no muestra el menor arrepentimiento por algunas acciones armadas que causaron un muerto y varios heridos. Ni tampoco considera que no tenga que pedir perdón por tales actos.

Supe de la existencia de Cubillo por Ernesto Salcedo, director de El Día, con quien conversaba con alguna frecuencia desde la agencia Europa Press, donde yo trabajaba entonces, a comienzos de los años 70, e incluso aquí, en Tenerife, adonde vine en viaje de novios, y más tarde en otros desplazamientos familiares. Tenía a Cubillo prácticamente olvidado cuando a finales del 75 llegaron a Madrid noticias de que había empezado a emitir, desde la emisora nacional argelina, La Voz de Canarias Libre. El caso es que sus intervenciones pasionales, unas veces incitadoras de odio hacia todo lo español y otras divertidas, ocurrentes y graciosas en extremo, eran escuchadas con interés y curiosidad en Canarias, pero también en ciertos círculos de la Península, donde preocupaban, y mucho. Sobre todo cuando empezó a hablar de la necesidad de atentar contra intereses españoles, de cómo boicotear a personas e instituciones y hasta de la forma en que podía prepararse un artefacto explosivo para su posterior utilización contra el objetivo más a mano.

Por esas cosas del destino, en abril del 76 acepté una oferta de trabajo para poner en marcha en Santa Cruz de Tenerife el periódico DIARIO DE AVISOS, y aquí me vine con mi familia. Reapareció periodísticamente Cubillo y sus andanzas se recrudecieron en pocos meses cuando decidió que era llegado el momento de la “propaganda armada”, la cual daría luego paso a los atentados, para atraer la atención internacional sobre Canarias hasta que, en 1979, el MPAIAC abandonó las acciones terroristas y el propio Cubillo fue expulsado-readmitido del movimiento por su actitud autoritaria, africanismo desmedido y deriva ideológica, según sus compañeros.

Una mañana, a comienzos del 78, en plena efervescencia de atentados y sabotajes, me pasaron una llamada anónima. Al otro lado del teléfono, el comunicante se identificó como miembro del MPAIAC y dijo que hablaba en nombre de esta organización. Me citó el nombre de mi mujer y mis hijos, la matrícula de los dos turismos que utilizábamos y quién conducía cada uno, el curso y el colegio en que estudiaban mis chavales y sus horarios de entrada y salida, la dirección de mi casa y unos cuantos datos más para darme a entender que sabía todo, o casi todo, lo que se podía saber, sobre mi vida y la de mi familia. Vamos, que nos habían vigilado a conciencia. Como remate de la conversación, me dijo: “Mira, godo hediondo, tienes tres días p’a irte p’a España. Si no, imagina lo que te puede pasar a ti o a alguno de tus familiares…”.

Me quedé estupefacto. Y no me resultó nada fácil reaccionar con la serenidad y prudencia que exigía el momento. Pero pensé que si alguien me odiaba tanto, o me tenía tantas ganas, no me advertiría sobre ninguna acción agresiva sino que la llevaría a cabo sin más. Decidí asumir la amenaza como algo normal para una profesión que, es obvio, en aquel tiempo corría ciertos riesgos, y punto. Eso sí, me pareció lógico que mi mano derecha en el periódico en aquel tiempo, Andrés Chaves, debía conocer lo que había pasado. Se lo hice saber, le pedí discreción y debo reconocer que Andrés actuó atinadamente. Fue cómplice en el silencio de puertas adentro y puso los hechos en conocimiento del jefe superior de Policía, sin decirme ni pío.

Pero, lo que son las cosas. Apenas unos días después, advertí que alguien me seguía por la noche, cuando de madrugada dejaba el periódico, que entonces se editaba en la calle de Santa Rosalía, y me iba caminando hacia mi domicilio, en la calle de Enrique Wolfson. Preocupado y pensando en las amenazas, decidí cerciorarme y confirmé el seguimiento, tras un par de altos en el camino y una disimulada vuelta atrás. Le eché valor al asunto y decidí esconderme tras un muro del pequeño jardín de acceso a una de las primeras casas de la calle dedicada al fundador del hotel Quisisana. Al pasar el desconocido, me lancé sobre él, lo tiré al suelo, le hice una llave inmovilizadora y traté de que me indicara quién era y por qué me seguía. “¡Soy policía!, ¡soy policía!”, afirmó angustiado. “Estoy aquí para protegerte”. Me quedé de piedra, claro, y lo único que se me ocurrió decirle, tras comprobar su carné profesional, es que procurara hacer mejor su trabajo…

Unos días más tarde logré contactar con Cubillo en Argel, donde el líder del MPAIAC solía ser accesible para los medios de comunicación, incluso aquellos desde los que era duramente criticado -por cierto, con El Día en primerísima fila-. Tras identificarme, le reproché las amenazas recibidas. Me juró que no había dado ninguna orden para hacerme daño y quise creer que era verdad aunque luego, visto lo que le pasó a Lorenzo Olarte, sobre todo por las pruebas que le mostró en su momento el comisario Conesa, he dudado de que el fallecido dirigente independentista dijera la verdad. Lo cierto es que luego mis relaciones con él, aunque esporádicas, han sido correctas, respetuosas, cordiales y en ocasiones, efusivas.

Siempre me interesó más el Cubillo ciudadano de a pie, campechano, ocurrente y generoso, o el Cubillo curioso, investigador estimable del pasado de las Islas y del mundo bereber, que el político apasionado, visceral, de tesis a veces descabelladas y liderazgos precarios, mesiánico radical y contradictorio, que por su egocentrismo y africanismo desmedido convirtió a su partido, el Congreso Nacional de Canarias, en residual y sin apenas militancia. Las tres o cuatro veces que tuve ocasión de hablar con él, por teléfono o en su despacho de Ramón y Cajal, le reproché su obstinación por ajustar cuentas con la Historia, sus acusaciones disparatadas hacia los españoles de ayer y de hoy; su idea de dividir a los isleños según fuera su origen, y de repartir a conveniencia patentes de canariedad y patriotismo, un argumento mendaz que es seguido por El Día como si se tratara de un acto reflejo. En el sepelio del inolvidable Elfidio Alonso Rodríguez, en 2001, Cubillo me sacó a colación al obispo de Canarias de mediados del siglo XVI, Luis Cabeza de Vaca, por suponerlo entre mis ancestros familiares y del que conocía no digo que vida y milagros, pero sí numerosos detalles fruto de una investigación a la que llegó por pura casualidad. Me prometió copia de unos trabajos sobre la figura de este prelado , con gran peso según me dijo en la Corte de los Reyes Católicos y de Carlos I, y me los entregó diez años después, con algunos legajos obre los aborígenes canarios, un libro sobre el África del futuro, su entonces incipiente proyecto de Constitución y varios artículos suyos aparecidos en El Día.

Luchando por lo que creía mejor para su pueblo -equivocadamente, según mi parecer-, que era la independencia, Cubillo se había quedado en los tiempos de la guerra fría, en su etapa esplendorosa de brillo y relumbre con los líderes revolucionarios de la descolonización africana de los años 60 y 70. Pero, por encima de todo, sus ideas no sintonizaban con las aspiraciones de los ciudadanos, que a mi juicio no quieren aventuras, ni eventuales conflictos. Prefieren, creo yo, un nacionalismo moderado, integrador, defensor de la identidad y la singularidad desde posiciones de concordia, como lo prueban una y otra vez, reiteradamente, los resultados de cada elección. Como el tema no se agota aquí, prometo volver a ocuparme de Cubillo y el independentismo.