a toda máquina>

Casa sin huesos y sin hierros> Por Román Delgado

Mi casa era de colores falsos y de piedras roídas que habían sido tomadas prestadas en Los Azulejos, en una zona del Teide. En mi casa había tres pisos que eran cuatro o cinco, y en el cuarto y quinto habitaban los animales y las matas junto al colorido de prendas de ropa colgadas en cuerdas pintadas por las moscas.

Mi casa a veces parecía que llegaba al cielo y abrazaba las nubes. Era una casa sin punto y final, alta y flaca, como una Torre de Babel; llena de sorpresas y de muchos juguetes, y también de arritrancos en esquinas y llanos.

En mi casa yo me divertía mucho. También lloraba, pero siempre sonreía más que lloraba. Mi casa tenía algo muy bueno: era un lugar en el que pasaban cosas. Mi casa era una caja de sorpresas en la que convivían 12 primos, seis tíos y los abuelos: 20 personas en total, sin contar los animales. Todos en pocos metros y alturas. También había infinidad de podencos, conejos, hurones, palomas, gallinas y muchas hierbas para las agüitas que preparaba la abuela. Todo esto estaba en el cuarto y quinto piso, en las dos azoteas (la grande, el techo del tercero, y la pequeña, el del cuarto), mirando siempre al cielo azul, como una columna que crece paralela a la montaña, a mi montaña querida.

Mi casa no tenía huesos ni hierros ni nada, como la antigua Maternidad de Puerto de la Cruz, que tampoco tenía huesos ni hierros ni nada, el lugar donde yo nací, en vez de hacerlo en el segundo piso de mi casa, como mi primo El Negro, con la diferencia de que él nació en el primero de mi casa, que es la planta baja para casi todos los mortales. Para los de la calle Lepanto nº 4, no.

Mi casa no tenía huesos ni hierros ni nada, pero era la más divertida del mundo. ¡Cuánto echo de menos mi casa, aquella antigua casa! ¡Cuánto!

@gromandelgadog