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Las cuatro de la tarde> Por Jorge Bethencourt

Cuatro de la tarde. Suena el timbre de la puerta. Dos señoras de mediana edad. Una de ellas me pregunta si he leído las sagradas escrituras. Después de superar cierto estupor, le indico que he leído los evangelios apócrifos, el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento, el catecismo y el Kempis. La señora, después de sopesar si le estoy tomando el pelo -cosa que no es cierta-, me pregunta si soy consciente de que Jesucristo me ama. Le contesto que puede ser que me ame, que no lo discuto, pero que yo no lo amo a él y que realmente solo siento amor por Bambú. Abro un poco la puerta y le muestro a mi gato que nos está mirando con su tradicional desinterés recostado en un peldaño de la escalera.

Últimamente se ha recrudecido la ofensiva proselitista de los creyentes. Varias veces me han parado por la calle para entregarme hojas volanderas en las que se anuncian cataplasmas espirituales para este bochornoso mundo que solo puede ser redimido por el amor. Matemáticamente hablando, incluso para alguien que tenga fe, todas las religiones menos una son falsas. Me gustaría saber con qué certeza se descarta la de uno mismo. Como no soy creyente no tengo ese problema. El verdadero problema se me plantea cuando dos personas pacíficas y amables me vienen a dar la tabarra a las cuatro de la tarde para rescatarme de las garras del mal. O cuando el obispo de Tenerife, una excelente persona, asegura que las mujeres que interrumpen un embarazo lo hacen guiadas por el mal. “El problema de nuestra sociedad es quién decide lo que hacemos”, dice Bernardo Álvarez, aludiendo a las mayorías parlamentarias que aprueban “ciertas” leyes.

No le falta razón al obispo. Los parlamentos electos son mucho más latosos y caros que una dictadura como dios manda. Afortunadamente este denominado Estado laico sigue preservando ciertos valores religiosos. Gracias a esos valores católicos sigue existiendo el matrimonio de dos miembros, ninguna persona tiene derecho a disponer libremente de su propia vida y, entre otras cosas, las mujeres que quieren interrumpir un embarazo deben solicitar el permiso del Estado. No sé de qué se queja el obispo. Podría ser peor si fuéramos realmente libres.

Yo personalmente sería partidario de regresar al mundo onírico de los textos sagrados. Me gustaría vivir 600 años, casarme con 10 o 12 mujeres y tener hijos con las criadas, mandar a matar a los primogénitos de las familias de los que me caigan mal, destruir Las Vegas con fuego y azufre y, si me llenan mucho la cachimba, mandar un diluvio para exterminar la vida de mis latosos congéneres. Aunque me conformaría con que se ahogasen solo aquellos que me despiertan de la siesta a las cuatro de la tarde para decirme que porque hay un tipo que me ama se supone que yo tengo que tragarme su programa electoral.

@JLBethencourt