divulgación

El deseo del estratega

Maria Walewska
María Walewska, el amor de Napoleón en Varsovia. / DA

FÁTIMA HERNÁNDEZ | Santa Cruz de Tenerife

Dicen que él enloquecía cuando la mencionaban, que después de los rigores de las batallas, de las cabalgadas junto a sus jinetes polacos, de intensas reuniones con sus colegas del ejército -considerado uno de los mejores del mundo-, de las estancias prolongadas en extensos, llanos y eternos campos de tonalidad amarilla por los cultivos de cereales; de las discusiones con sus ayudantes de campo, de las notificaciones de intendencia; después de algo, de todo… deseaba tenerla cerca, percibir su olor embriagador, saciarse con ella. No supe de su existencia hasta que llevé a cabo un viaje a Polonia hace algún tiempo. Mientras recorría la extensa e impoluta calle principal, con edificios no demasiado altos y cerca del entorno donde otrora a Marie Curie le rendían honores por sus descubrimientos, imaginé cómo sería el lugar por donde -sin duda- ellos habían paseado cientos de años atrás. Pensé de manera especial en ella, en su ilusión, en su deseo, en su desencanto, en su ambición… que muchas veces se confunde con amor. Allí muchos la nombraban, decían lo exquisita que era, lo delicada y fragante que… resultaba. En los jardines pequeños y recoletos de la casa de Chopin, no lejos de Varsovia, donde una residencia no muy grande, de color suave y techos bajos, recuerda al maestro que hizo famosas las polonesas rítmicas y cautivadoras, y escuchando -esta abandonada a la realidad- una composición nostálgica muy conocida que interpretaba una apasionada concertista, vestida a la usanza de la época, volví a pensar cómo sería su aparición en la vida de ese hombre tan singular.

Napoleón llegó a Polonia como salvador de una infamia que todos achacaban a la Rusia de los zares, los prusianos y los austriacos que, protegidos y amparados por ciertos tratados, se habían repartido ambiciosamente una Polonia -eternamente sufridora y doliente-, derrotando al rey Estanislao II Poniatowski. Napoleón, el odiado y apreciado; alabado y denostado; elogiado y criticado; cruel y benévolo; amante y desdeñoso; déspota y humilde; valiente y cobarde; pero siempre estratega y ambicioso, creó allí el Gran Ducado de Varsovia que luego con los años y los avatares de los mismos fue sustituido por el llamado reino de Polonia, vinculado en cierta manera a Rusia. Instaló un tiempo su corte en aquella región, formando y dotando sus ejércitos. Para hacerla más francesa, dicen que… para sentirse en casa, para inspirar las mismas fragancias de los campos de Normandía y Bretaña, para evocar los puentes del Sena, para inhalar los olores de las hierbas de Provenza, para escuchar el sonido susurrante de su lengua, para oír las campanadas de las enigmáticas catedrales de Chartres o Reims; llevó usos y costumbres liberales de Francia, creando un Liceo de enseñanza y una ópera a imagen de la de París; entre otras muchas normas, maneras e imposiciones. Pero… él llevó el arte de unos hombres importantes, vitales, imprescindibles: sus maestros reposteros de renombre (caso de Dunan, sin olvidar a Carème uno de los mayores estudiosos sobre gastronomía y autor de L’art de la cuisine française). Sí, porque un lugar especial en su vida cotidiana lo ocupaban los dulces, a los que era tan aficionado… entre otras muchas cosas. Pasteles de crema batida ahora llamados, en Polonia, ekler y ptys; la tarta de manzana -szarlotka-; las tartaletas con crema y fruta; pero sobre todo su preferida “el mil hojas o napoleonka” que dicen le quitaba el sentido y sus ayudantes se apresuraban a preparar sin dilación ante su requerimiento.

No pude resistirme a buscar, con deseo gastronómico, las napoleonkas por la zona de Stare Miasto, el centro principal de una Varsovia reconstruida con esmero de las ruinas de la muerte. Las busqué desesperadamente, como entusiasta que soy también del tema, y no es complejo ni laborioso encontrarlas, son las estrellas de las pastelerías, exquisitas y tranquilas, que llenan sus calles principales. Salivaba en exceso solo pensando en las numerosas cualidades que hicieron de ellas la golosina predilecta del emperador. Saboreando muy despacio una de ellas -tierna, deliciosa, suculenta, caliente, fragante, crujiente-, imitando quizás el sosiego que Napoleón ponía al degustarlas, me acordé de la polaca que le enamoró transitoriamente, quizás con la esperanza de que su amor lo arrastrase hacia un país, cansado de ser objeto y botín de guerra.

En Varsovia, se prendó intensamente de María Walewska, una mujer de la que decían era el rostro más hermoso de las orillas del Vístula, el río caudaloso y empecinado que baña la capital y a veces desborda su furia contenida, por llevar años observando tanto y tan continuo sufrimiento. Hablaban de ella como una belleza nívea, apenas rozada por los rayos de un tibio sol eslavo que, al contrario que dañar, solo pretendía acariciarla. De su amor nació un hijo en el palacio de Walewice, el 4 de junio de 1810, y María Walewska, feliz y dichosa, corre a notificarle la buena nueva a su ídolo, ignorando que él preparaba sin dilación sus ambiciosos e interesados esponsales con la princesa María Luisa de Austria; ya Josefina había quedado atrás; ya la polaca dulce y enamorada empezaba -ahora- a ser relegada… El incansable guerrero no daba tregua a sus conquistas. Degustando mi napoleonka, recién horneada, en una cafetería de la calle Ulika, animosa y colorista dentro del equilibrio centroeuropeo especialmente acentuado en el mundo eslavo, me acordé de la pareja y la imaginé a solas, haciendo planes truncados, forjando sueños inconexos, hablando de futuro sin empeño y mientras el hojaldre se deshacía en mi boca, comprendí dónde el emperador situó siempre su anhelo, quizás lo único que en su vida parece que buscó con verdadero y auténtico… deseo.

Fátima Hernández es Bióloga y conservadora marina del Museo de la Naturaleza y el Hombre