Tras su muerte, a Antonio Cubillo Ferreira algunos lo han querido elevar hasta los altares más solemnes del liderazgo nacionalista. Y esto pese a que su concurrencia electoral fue un fracaso estrepitoso. Según determinados allegados, era un bonachón. Cuentan que Cubillo siempre tuvo un gesto amable no solo con quien circundaba su entorno de pensamiento radical, sino con los que no compartían sus ideales: con sus adversarios políticos. Supongo que los que hoy lo alaban se referirán a los que el difunto menospreciaba tachándolos de “godos” o de “colonizadores”, y a los que invitaba a abandonar Canarias y volver a la “metrópoli”. Discurso (dicho sea de paso) que no está nada mal para un hijo de inmigrantes peninsulares.
Los de mi quinta (y alrededores) empezamos a conocer de cerca al protagonista de hoy como fenómeno de masas. Fueron los tiempos de El Perenquén, otra fórmula magistral de Paco Padrón en el desaparecido Canal 7.
Aquello tuvo tal penetración social que convirtió a Cubillo en un adorable bicho raro. Y me refiero a su manera de pensar. Quizás contagiados por el buen rollo que desprendía aquel programa televisivo, no reparamos en que aquel señor que cada semana se metía amablemente en nuestras casas hubo un tiempo en que ponía bombas. Sin entrar en lo que Cubillo tuvo que ver o no con el mayor accidente de aviación civil (el siniestro de Los Rodeos), un artificiero murió al intentar desactivar un explosivo del que este bonachón estuvo detrás. ¿Qué creen que sentirá hoy la familia de aquel policía? Por si fuera poco, resulta que, tras el intento de asesinato a Cubillo en Argel (bendecido por el entonces ministro Martín Villa), nuestro protagonista se convirtió en un mártir en vida. Y siendo cierto que todos escupimos sobre los crímenes del Estado, si cuando EE.UU. asesinó ante el mundo a Bin Laden todos aplaudimos con las orejas, simplemente me pregunto: ¿hasta qué punto somos un atajo de cínicos o no cuándo opinamos sobre los asesinatos perpetrados por los representantes de la patria?