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José Luis Borau – Por Luis Ortega

Fue un lujo para el cine (como Fernán Gómez, Cuerda o Gonzalo Suárez) porque ser demasiado culto en una industria coja de productores -profesionales que apuesten por el talento y la sensibilidad antes que por la taquilla- es un handicap para quienes apostaron por la calidad en la España de charanga y pandereta. Ese nivel de exigencia llevó a José Luis Borau Moradell (1929-2012) a que, en todas las parcelas del oficio -guionista, productor, actor, director-, solo trabajara en 21 películas, algunas extraordinarias y todas dignas. Graduado en la Escuela Oficial de Cine, hizo algún spaguetti western y thriller de nulo éxito que le curaron para siempre de la mediocridad rampante y le impulsaron a crear su productora y trabajar para sí y con los mejores y más inquietos cineastas españoles. En 1975 estrenó Furtivos, una obra exclusiva donde contó con dos actores de excepción, Ovidi Monllor y Lola Gaos, y entró en la lista de creadores singulares y sospechosos para una dictadura cruel en su caída libre. Le conocí en ese año, marcado por la muerte de Franco, y pese a su fama de huraño atendió con deferencia al periodista de provincias.

En otra ocasión, cuando presidía la Academia del Cine, volví a encontrarlo con el amigo y paisano Antonio Betancor y me demostró que recordaba la entrevista de veinte años atrás. La última coincidencia fue en el Parque García Sanabria, hace un par de años, cuando acudió como invitado especial a la Feria del Libro santacrucera. Habló con Helena del operador Cecilio Paniagua, su padre y, además, como en las anteriores ocasiones, fue entrañablemente cordial. Entró en la RAE para ocupar el sillón que dejó vacío la muerte de su amigo Fernán Gómez y el cine, ignorado durante décadas, quedó bien representado en una institución que aún huele a naftalina y “limpia, fija y da esplendor”. Fue un conceptista, como Quevedo, en el idioma y en la imagen; un expresionista sin truco, como Goya, directo, y alérgico a las liturgias superfluas que maquillan la comunicación. No quiso, y se cumplió a rajatabla su voluntad, velatorios en las academias de las que era miembro, ni esquelas protocolarias. No dio oportunidad de que los aprovechados gozaran de momentos de gloria a costa de su muerte. Aquel aragonés de una pieza marchó con la decencia y moderación con las que había vivido y trabajado. Su obra hablará por él en los años venideros, su figura crecerá en la distancia, sus guiones y libros, sus películas y ensayos quedarán como testimonios ejemplares de un siglo que, para los grandes, se quedó corto.