después del paréntesis>

Juguetes – Por Domingo-Luis Hernández

Siempre los Reyes fueron los Reyes en mi casa. Tuvieran o no tuvieran dinero mis padres, los regalos nos prohibían dormir esa noche. Alguna pieza de ropa, más de una vez zapatos y excepcionalmente un balón de plástico que yo abrazaba como más tarde abracé a una mujer. Eso me contó.

Y añadió un recuerdo excepcional. Como todos los años iba al cine de las cuatro ese día de fiesta. En aquella sala se organizaba para tal ocasión una rifa entre los niños. El número que él retenía tembloroso en las manos pasaba año tras año tan lejos de sí que ni lo percibía. “Como los confines del fin del mundo”, dijo. Ese día no. La suerte que cantó con ganas el portero desde la tarima era su número. Se acercó y le extendieron entre aplausos una caja que contenía una metralleta, esas que hacían un ruido irregular cuando apretabas el gatillo y en la que se encendía una luz roja intermitente en la punta.

También abrazó mucho tiempo ese objeto. Lo llevó presuroso a su casa. Su madre le dijo que era un buen regalo de Reyes. Lo guardó en su escondrijo para verlo y reverlo, tocarlo y tocarlo, acariciarlo cada cierto tiempo de su infancia. Hasta que con los primeros años de la adolescencia la metralleta abandonó su caja y desapareció como un suspiro. “Si no hubiera sido un idiota presumido, aquel regalo hubiera sido eterno”.

Afirmó que los tiempos habían cambiado, y mucho. Lo confirmé. Me recordó (porque muchas veces fuimos juntos a la escuela con el mismo calzado) que para nosotros unas alpargatas (las lonas de nuestro ayer) eran unas alpargatas, y si eran nuevas mejor, incluso las mostrábamos pie en alto a los compañeros para que se fastidiaran. Sus hijos no usaban tenis para ir a clase o para andar con sus amigos. Usaban marcas. Y eso se acabó, me reveló, al menos por ahora. Los tiempos no están para marcas aunque sea en rebajas.

Estaba preocupado. Una pena descomunal lo maltrataba, porque el Amigo Invisible había sido parco el día de Navidad y los Reyes…

Me dijo que ahora echaba de menos nuestros inventos del pasado, ese afán que nos retuvo ante lo que nos gustaba y que no podíamos comprar. Luego… a construir con nuestras propias manos lo que nos entusiasmaba. Visitó la historia del proyector de súper 8 en el que él y yo anduvimos ocupados por mucho tiempo.

Casi lo logramos, con trueques y desperdicios. El intento fue lo mejor, porque se unieron algunas de nuestras amigas de entonces, que nos ofrecieron lentes de viejos prismáticos de sus padres para que la visión fuera impecable. Los ensayos fueron prometedores, los instantes…

Por su ingenio y por su natural disposición se convirtió en un manitas. A eso se había dedicado los últimos meses: un helicóptero excepcional, un Ferrari rojo que copiaba punto por punto la carrocería del original y una colección de soldados a escala que eran un verdadero primor. “Pero los mirarán por encima de los hombros”. “No lo creo”, lo contradije, visto lo visto. “¿Qué apostamos?”

Aposté. Cerveza contra comida. ¿Cuál es la diferencia?

Hay cosas a las que no te puedes negar, siquiera sea para probar que alguna vez este siniestro mundo condena las banalidades, que alguna vez este deplorable mundo habrá de ser mejor.