la punta del viento>

Lágrimas por una jacaranda> Por Agustín M. González

Sonó el teléfono, como tantas otras muchas veces en la redacción. Aun era temprano y apenas había compañeros trabajando. Descolgué: una voz frágil de mujer pedía ayuda. Sin apenas tiempo a más preguntas, me contó con angustia una historia sencilla que me enterneció porque, más allá de lo noticiable del asunto, era la confesión de una tristeza humana. Seguro que antes de llamar al periódico la amable señora ya sabía que su queja no tenía solución, pero quería contarla, necesitaba desahogar la pena que llevaba dentro. La escuché con la atención y la paciencia de un confesor. Ni siquiera le pregunté su nombre, pero voy a hacer lo que me pidió: contar su historia.

Sucedió en el barrio santacrucero de Salud Alto. Hasta hace poco había en la calle Arona un hermoso árbol, una jacaranda que los vecinos habían plantado con sus propias manos cincuenta años atrás, cuando se construyeron las viviendas de la zona. Como el árbol tenía las ramas muy altas, llamaron al Ayuntamiento para que lo podara, antes de que empezaran los temporales invernales. Días después aparecieron los operarios de Jardines. Pero el barrio se llevó la desagradable sorpresa de que, en lugar de podar las ramas, lo que hicieron los jardineros fue talar el tronco con una sierra mecánica, ante la indignación y las lágrimas de los vecinos, que sentían al árbol como algo suyo.

Al parecer, los técnicos del Ayuntamiento creían que la jacaranda suponía un peligro inminente por su gran tamaño y su inestabilidad, y optaron, sin avisar, por una solución radical. La señora nos narró la escena con la voz entrecortada, con tanto dramatismo como si hubiera presenciado la ejecución de un inocente por un pelotón de fusilamiento. Y es que asegura que este árbol, que era el emblema del barrio, no suponía ningún riesgo. Cree injustificada y desproporcionada la actuación del personal de Jardines. Pero ya no tiene solución. Este rincón de Salud Alto no volverá a ser lo mismo sin el gigante de flores azules que lo embellecía, y cuya muerte evitable se reprochan ahora los vecinos por pedir al Ayuntamiento que lo podara. La señora lloró de pena mientras lo contaba, porque, encima, se sentía culpable.