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María Amalia de Sajonia – Por Luis Ortega

Se debe a esta reina, nacida en Dresde en 1724 y muerta en Madrid en 1760, cuando apenas había transcurrido un año de su llegada, la difusión del Belén napolitano en España. Hija del soberano de Polonia y esposa de Carlos III, cuando ambos llegaron a Barcelona para asumir la herencia de Fernando VI, que murió sin descendencia, descargaron de su voluminoso equipaje una colección de siete mil figuras, realizadas en la fábrica de Capodimonte. En 1759 se montó, por primera vez, un Nacimiento -el término usado con preferencia en Canarias- en el Palacio del Buen Retiro y, desde entonces, proliferaron los encargos de esta artesanía italiana. María Amalia murió al año siguiente pero su esposo siguió la tradición y, en 1788, y con el pretexto de un regalo para su hijo y heredero -el pusilánime Carlos IV- encargó al artesano Esteve Bonet, en 1788, unas ciento veinte figuras de treinta y ocho centímetros de altura, para suplir las perdidas y deterioradas de la serie original. El Belén del Príncipe se mostró desde entonces en el Palacio de Oriente y la tradición solo se interrumpió en el Sexenio Revolucionario del siglo XIX, y desde la proclamación de la II República en 1931. En 1989, a los 14 años de reinado de Juan Carlos I se retomó esta costumbre que atrae a miles de madrileños y foráneos hasta el hermoso edificio, cuya construcción -sobre las ruinas del Real Alcázar- encargó Felipe V al arquitecto Filippo Juvara y que, en distintas fases, concluyeron Juan Baptista Sachetti y, sobre todo, Francesco Sabatini, responsable también de la decoración. Patrimonio Nacional mantiene ese compromiso, que es una ocasión única para disfrutar de la finura y gracia de estas esculturas de alambre, cáñamo y barro, ataviadas con telas nobles y que, además del Misterio, recorren los oficios de una sociedad barroca donde se incrusta, con anacrónica naturalidad, el natalicio del Hijo del Hombre. En los últimos días y en juvenil y atenta compañía, volvimos a la plaza de Oriente, gozamos con la contemplación de este retablo popular de tan eficaz catequesis y, previa una taza de chocolate, en los salones abarrotados del Prado, nos detuvimos ante el único retrato que se conserva de la esposa del Buen Borbón, una imagen sin pompa ni atributo alguno, madre de 13 hijos de los que sobrevivieron siete y cuya sabiduría y prudencia hicieron buenos los reinados de su marido en Nápoles y en España.