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Milagros aéreos> Por Juan Carlos Acosta

He cogido al vuelo una noticia de esta semana que habla de los grandes avances en navegación aérea de varios países del continente vecino porque no podía ser de otra manera: los africanos van adquiriendo mayores cotas de bienestar social y de seguridad en todos los sentidos a medida que caminan en bloque hacia el desarrollo de forma generalizada. Al mismo tiempo constato que el debate de un tercer mundo perenne caduca a cada instante que pasa, dada la rápida evolución de los procesos y las proyecciones tecnológicas en todas las direcciones. Junto a ello habría que consignar también que el occidental suele padecer cierta miopía recurrente en cuanto a la percepción de África se refiere, pues para muchos es solo un país, el de la negritud, cuando en realidad se trata de un conjunto de 54 estados, con mil millones de habitantes, de etnias muy distintas, que pueblan una superficie global equivalente a tres veces y media la de Europa. Así es que cuando un avión se accidenta ocasionalmente, como así ocurre, lo hace como excepción a las miles de operaciones diarias que tienen lugar en todo ese enorme territorio, eso sí, con multitud de aparatos viejos, entre ellos muchos rusos, que navegan sin apenas mantenimiento y con una vida muy larga de servicio en sus motores, sobre todo en las regiones más pobres.

La primera vez que pisé suelo africano fue el del aeropuerto de Accra, destino de un periplo de más de 12 horas de avión, un ATR fletado por las Cámaras de Comercio canarias desde Gando hasta Ghana, con una escala en Dakar para repostar. Ese fue mi bautizo aéreo en el continente cercano, donde las rutas interiores son comparadas con el salto del saltamontes y en las que las puntualidades simplemente no existen, por lo que las terminales a menudo se convierten en abigarrados dormitorios comunes para los viajeros que esperan sus conexiones durante horas e incluso días. Después tuvimos que trasladarnos a la vecina Costa de Marfil, hacia donde partimos en un aparato de las líneas ghanesas, un reactor en el que ya se asume la aventura tan solo con caminar por su pasillo lleno de migas y otras pequeñas huellas de la indolencia africana. Doy fe que respiras muy aliviado cuando esa misma nave aterriza tras un trayecto sorprendente en que el asiento se precipita hacía el fondo de la cabina durante el despegue y te has pasado todo el tiempo, si no rezando, entretenido contando la cantidad de agujeros sin tornillos de sus paneles, casi sueltos, o empapado por la gota del aire acondicionado que no para de caer sobre tu cabeza. Comprendes que en realidad volar es más seguro de lo que parece y que África es un milagro diario que acontece sin que nadie parezca darse cuenta de ello.