las pequeñas cosas>

El numerito> Irma Cervino

Que me guste la Navidad no significa que tenga que hacerme responsable de todo lo que tiene que ver con ella o eso era lo que yo pensaba hasta que en mi edificio decidieron que, además de organizar una recogida de juguetes y supervisar el hilo musical con villancicos que han instalado en la escalera, también tenía que encargarme de comprar un décimo para el sorteo de Navidad.

Como es la primera vez en la historia de este edificio que compramos un número entre todos, menuda semanita me han dado. He recibido amenazas y sobornos de todo tipo. Jacinto y Valentina, los del quinto izquierda, intentaron aconsejarme -por denominarlo de alguna manera, pues tocaron a mi puerta con una caja de Ferrero Rocher- sobre qué número tenía que comprar. Y la mujer de Padilla me insistió diecisiete veces en que ni se me ocurriera escoger el uno, que es el que menos veces ha salido en toda la historia de la lotería porque -según su teoría- al ser el que menos pesa no tiene fuerza para salir del bombo. Sin alterarme, traté de explicarle que todas las bolas pesan lo mismo, tres gramos, y que el numerito está grabado a láser con lo que aquí lo único que pesa es la suerte. Pero, como es habitual, lo peor de todo fue la presión a la que me sometió la presidenta. Cuando subí a recoger el dinero para poder ir a comprar el maldito décimo, Úrsula me entregó la cantidad exacta en un sobre cerrado herméticamente, me acorraló en un rincón del salón para que no le escuchara su hermana y me exigió que comprara un décimo que terminara en 6, que fueron las veces que insistió su difunto marido en que se casaran antes de que ella le diera el sí.

Poniéndome la mano en el hombro, como si me marchara a la guerra, me recordó que sobre mí recaía el prestigio de la comunidad. “¿Sabes lo que daría por salir en las noticias el día del sorteo?”, me preguntó y, antes de que yo pudiera decir nada, respondió: “Mataría”. Esa misma tarde fui a comprar el numerito de marras aunque, en realidad, sentí que había entrado en un circo romano del que no saldría viva.

Al llegar al edificio, todos estaban en el portal esperando ansiosos mi llegada. Se abrió la puerta del ascensor y Francisco José -el botones- se apartó para que Úrsula pudiera salir. Extendió la mano y le entregué el sobre. Lo abrió, sacó el décimo y el grito que pegó fundió el hilo musical donde, en ese momento, sonaba Mi burrito sabanero.

-Insensata ¿qué has hecho? No termina en 6. Has comprado el 7.

-Lo sé -le dije-. Es que ya no quedaba. A estas alturas del año está todo agotado y, sabiendo de la insistencia de su difunto marido, pensé que si aquel día usted no le hubiera dado el sí, él se lo hubiera vuelto a pedir.