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Oscar Niemeyer> Por Luis Ortega

El genio poliédrico y, con todo, coherente, reposa en el cementerio de San Joao Batista, en el barrio de Botafogo, donde nació. El gobierno de Dilma Rouseff decretó honores de estado y, en un homenaje a su gran creación, su féretro pasó unas horas en Brasilia, aquel sorprendente capricho de cemento y flores que realizó, a partir de 1960, junto a su amigo, el urbanista Lucio Costa. Asistente y colaborador de Le Corbusier, emprendió, más tarde en solitario, su lucha personal contra la frialdad racionalista al que, sin duda, ganó la partida.

Fecundo y laborioso, Oscar Niemeyer (1908-2012) es la clave para entender la arquitectura de la segunda mitad del siglo XX, cuando la tarea de limitar espacios para el hombre se pudo convertir en una labor grata y cuando el funcionalismo se abre a la imaginación sin ataduras. Conocí a un canario que, emigrante tanto por necesidad como por gusto, trabajó como delineante en el estudio donde se gestó la construcción de la capital política y administrativa de Brasil y me explicó cómo aquel talentoso torrencial era, por otro lado, un intelectual reflexivo y un comunista utópico que cultivó la amistad de Fidel Castro y, más tarde, de Hugo Chavez; hablaba -según Jerónimo Padrón- con tanta pasión de la arquitectura como con ira de la injusta distribución de la riqueza en el mundo. Dejó obras en todos los continentes tan contrastadas como la editorial Mondadori, en Milán, el complejo de Naciones Unidas en Nueva York, la sede del alicaído Partido Comunista Francés -de cuyo histórico líder, George Marchais, fue amigo y confidente- o el chalet que, como una orquídea geométrica, se alza en un núcleo de favelas de Río de Janeiro, donde nació y murió.

Sus detractores -que luego le imitaron o le imitan- criticaron que sacrificara los espacios habitables a las formas pero quien visita Brasilia sin prejuicios desmonta esas falacias de inmediato. En su sepelio, tan paradójico como su personalidad y su obra, hubo oraciones -aunque se proclamaba ateo- y llantos de la gente sencilla, discursos y declaraciones grandilocuentes y sambas de las comparsas carnavaleras. Un sepulcro -sin concesión a la curva, “el gran reto del hormigón”- acoge sus restos, mientras la prensa especula sobre el futuro de su prestigioso estudio, donde quedaron bocetos de palacios y viviendas sociales, centros de arte y zonas verdes que sus ayudantes podrían completar si su viuda Vera Lucía y sus numerosos herederos dan luz verde.