El pregón de la Navidad de este año lo han pronunciado casi sin querer los medios de comunicación con el despliegue informativo concedido a un hecho totalmente insignificante y mil veces repetido antes: que no sabemos si en el portal de Belén hubo un buey y una mula aquella noche santa. No nos consta.
Pues resulta que semejante trivialidad formó parte de la apertura de los informativos de todo el mundo. El no va más religioso del año han sido dos mamíferos a los que el Papa ha hecho un ERE por aquello de ir descargando la plantilla del pesebre de adornos de dudosa veracidad.
Expertos como somos en descafeinar la hondura de las cosas, resulta que entre los pastores cantores de Belén, la fauna y flora advenediza, los magos de diseño acompañados de corte real, la pléyade de angelotes que haría temblar a un controlador aéreo que tuviera que poner orden en sus revoloteos… el Niño se está quedando en excusa necesaria para liarla parda más que en acontecimiento central de nuestra fe.
Y eso sí que no. No nos lo podemos permitir. Hoy comienza el Adviento, un tiempo diseñado a conciencia para enfrentarnos a las preguntas últimas de nuestra existencia. No sería de extrañar que, ocupados en los mil menesteres saludables que nos proponen la parroquia, el grupo y la familia para estos días, lleguemos a la noche santa sin habernos abierto las carnes en canal, que es lo que se nos pide ahora.
En canal, sí. Para acoger a Dios-acontecimiento es preciso que aireemos nuestra vida y nuestra fe. Es momento de retornar a las razones primeras que nos hicieron abrazar el amor primero. Es el tiempo de preguntarnos una vez más por nuestra identidad como personas, por nuestro futuro, por nuestro destino. Es la hora de cuestionarnos sobre Dios y mi relación con él como si fuera la primera vez.
Hay que desgarrarse por dentro, insisto, para acoger la locura de Dios: Él lo hizo primero, rompiendo las fronteras del más allá para poner su tienda en el más acá. Fue su carne la que tembló primero cuando el diseñador se calzó su propio diseño y se hizo uno de los nuestros. Una locura que salvó definitivamente de la demencia y del sinsentido a esta tierra hermosa y a cuantos la habitamos.
Poco importa si hubo mula o si todo un zoológico dio calor al niño. La noche santa no echará de menos a un cuadrúpedo más o menos. El verdadero drama sería que voluntariamente nos sumáramos nosotros a un ERE al que no estamos convocados: si no aprendemos a temblar ante su venida, si no estallamos por dentro ante su locura, si su llegada no cambia nuestra forma de acoger la vida y a los demás… seguirá siendo de noche, seguirá siendo santa, pero nuestra ausencia nos incapacitará para llamarnos cristianos.
No tenemos derecho a dar lecciones al mundo ni a proponerle una verdad que llamamos definitiva si no experimentamos su intimidad y dejamos que su fuerza nos cambie. No es que desaparezcan el buey y la mula, es que, en realidad, no habrá Navidad si nosotros no estamos.