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Pedro de la Cuadra – Por Luis Ortega

En la vertiente piadosa, clave de nuestra cultura, el Museo Nacional de Escultura de Valladolid -ahora titulado Colegio de San Gregorio, en honor al centro donde se ubicaron en 1842 sus colecciones- no sólo es el mejor centro mundial de su tipo sino que guarda ricos fondos singulares que, sólo en ocasiones especiales, podemos admirar. Ocurre con los pasos de la Semana Santa que, en primavera, dejan los sótanos, y las muestras temporales que nos admiran por su chispa argumental y originalidad. Por un azar que no hace al caso, contemplamos un lote de apariencia ornamental y, por ende, secundaria: bustos, maderas policromadas, hechas para atender la moda necrófila de las reliquias, impuesta por los Austrias y sus tenebrosas cortes y, además, piezas de estirpe civil que, desde su fundación o en sus ciento setenta años de historia, entraron en sus reacondicionadas salas o lugares de custodia. En esas piezas ocultas, y disipada la posible confusión con una mártir viva y tendida, descubrimos una justicia derrotada, yacente, con los ojos abiertos y los símbolos de crédito, la balanza y la espada, realizada hacia 1599. El altorrelieve, de procedencia incierta, salió del taller de Pedro de la Cuadra, artista a lomos de los siglos XVI y XVII, que sintetizó las tres corrientes que confluyeron en la ciudad castellana: las escuelas de Alonso de Berruguete, Juan de Juni y Jerónimo de Anchieta. Pese a su prolífica producción, no gozó en vida de buena crítica ni aún hoy figura entre los seguidores de fama del gran Gregorio Fernández. Con un amplio trabajo en templos de las dos Castillas, de la cornisa cántabra y Andalucía, como los anónimos canteros medievales, pasará a la historia por este tablón único, donde ejerce una crítica terrible a la justicia lúcida e inerte, con los atributos de su poder pero con actitud dolorosamente pasiva. A la salida del museo y mientras tomaba un café, oí de refilón una acalorada tertulia de barra que ponía al ínclito Gallardón, en el centro de las críticas y, con él, a personajes de distintas sensibilidades; Dívar, de una parte, Garzón, siempre Garzón, de otra, y contraponían comportamientos, aparte de enfatizar sus críticas al ministro con el tema de las tasas. El nivel de la conversación, picó mi curiosidad y el camarero que me atendió la satisfizo. “Son jueces y funcionarios, que siempre vienen a esta hora y están que echan chispas”, me dijo al tiempo que salían.