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Riqueza> Por Fran Domínguez

Me habría gustado ser bilingüe, pero qué le vamos a hacer. Los que fuimos hijos de la EGB y el BUP apenas pasamos la línea del verbo to be, que como una letanía nos repetían cada curso a modo de recordatorio y ahí prácticamente nos quedábamos, y vuelta a empezar. Por eso miro con sana envidia a los que manejan al menos dos idiomas, sean vernáculos o externos, y no comprendo cómo en este país cada día de más pandereta y esperpento, y a estas alturas de la película y por lo que hemos pasado, nos enzarcemos en disputas inútiles, estúpidas y cainistas. Me encanta ver a amigos catalanes, vascos y gallegos transitar en una conversación de su lengua al castellano o viceversa de una manera natural, sin imposturas ni complejos, y me apena que lo que se supone que es un potente vehículo de comunicación y de riqueza cultural se convierta frecuentemente -más de la cuenta- en moneda de controversia política y de intereses espurios de los mismos de siempre.

No me agradan los talibanes de la imposición linguística, de un lado y de otro -aquí no se salva nadie-, que juegan como autoproclamados malabaristas con una herramienta fundamental para la convivencia y educación del ser humano, confrontando y no integrando, y que a la postre solo vienen a hurtar un poderoso instrumento a una sociedad. Las lenguas están para hablarlas y disfrutar de ellas, y cuantas más, mucho mejor. Revitalizar y reivindicar un idioma resulta igual de importante y laudatorio como no relegar a un segundo plano a otro, porque en definitiva tal acción trae consigo poner trabas al conocimiento y cercenar oportunidades en un mundo definitivamente globalizado. En estas cuestiones, como en tantas otras, los políticos nunca están a la altura de las circunstancias de las necesidades de la ciudadanía, que suele ser más pragmática de lo que se piensan. Bendita Torre de Babel que nos enseña a entendernos mejor aunque sea en palabras que nos son extrañas.