a babor > Francisco Pomares

La solución – Francisco Pomares

El presidente se levantó muy temprano esa mañana, pero no para salir a correr. Unos meses atrás, había tenido que renunciar a la escolta policial que le seguía en sus carreras por la avenida de Anaga. Tomó la decisión de no salir más a correr acompañado, después de verse obligado a proponer la reincorporación de los efectivos de la Policía Autonómica a sus antiguos puestos en las policías local y nacional y en la Guardia Civil. Los cincuenta guardias restantes habían sido integrados en unidades de vigilancia de las sedes oficiales, liquidando algunos contratos con empresas externas de seguridad a las que se les debía ya una pequeña fortuna.

El presidente encendió la radio del cuarto de baño, se metió en la ducha, abrió el grifo monomando y dejó que el agua templada le calentara la espalda. En pocas horas habría que votar los Presupuestos, y el presidente sabía que no contaba con votos suficientes para sacarlos adelante: la mitad de sus propios diputados se negaban a apoyar las cuentas si no se producían inversiones localizadas en sus islas, y los diputados del PSOE estaban en la misma idea. El Parlamento se había convertido en un guirigay, los antiguos colegas eran hoy enemigos embozados dispuestos a rebanarle el pescuezo a la mínima. Por primera vez en muchos años, no sabía qué podría pasar en un par de horas. Pero él tenía ya una idea.
Mientras se duchaba, escuchó en la radio a uno que pedía su dimisión. Recordó haber apadrinado hace no tanto al que ahora pedía acabar con él, pero no le afectó. Estaba acostumbrado a esas cosas. La traición y el engaño se habían convertido en algo cotidiano, casi doméstico. La gente estaba muy enfadada, pero lo peor no era la gente, claro, sino los más cercanos.

Con el paro rondando ya el 45 por ciento, la Administración debiendo los salarios a todo el mundo desde hacía ya seis meses, el parque móvil sin gasolina, la mitad de los colegios cerrados, los hospitales vendidos, las farmacias sin cobrar y una deuda a proveedores inabordable, no había quedado más remedio que cerrar las empresas públicas y despedir a los amigos, y más tarde dejó de pagarse el sueldo a todos los cargos públicos de representación, excepto a los alcaldes y a algunos consejeros del Cabildo. El partido había dejado de ser una piña. Más parecía una olla saltarina de cotufas. Había llegado, pues, el momento de hacer algo distinto. Y él sabía qué: había llegado el momento de insuflar ánimo a la población y despertar el entusiasmo de los suyos. Hoy anunciaría en la Cámara su deseo de repetir mandato por quinta vez.