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Tony Leblanc – Por Luis Ortega

Hoy me habría llamado Ignacio Fernández, con dos, pero, cuando yo empecé, un nombre con toque extranjero daba cierto gancho a un aprendiz de todo, enamorado del teatro. Son confesiones periodísticas de Ignacio Fernández Sánchez (1922-2012), fallecido en Villaviciosa de Odón, rodeado de los suyos y a consecuencia de un paro cardíaco. Tony Leblanc, su otro yo, sigue tan campante en la iconografía en blanco y negro y en el celuloide desvaído del Eastmancolor, que era el más barato de los sistemas de rodaje y, como se vio luego, el peor que resistió el paso de los años. Nació en la vivienda del conserje mayor del Museo del Prado, su padre, y para sobrevivir hizo de todo un poco: boxeo (“fui campeón de Castilla del peso ligero”); fútbol (Pichichi de Tercera División con el Carabanchel); revista (“fui boy de la compañía de Celia Gámez desde 1944) y cine: en 1944 participó en Los últimos de Filipinas, de Antonio Román. A partir de entonces fue uno de los rostros más conocidos del país, galán chuleta -“más que un ocho”- y pícaro superviviente de las comedias de Pedro Lazaga y Saénz de Heredia, entre otros; compañero de Gómez Bur, los Ozores, Juanjo Menéndez y heredero de los grandes, Pepe Isbert, Manolo Morán, con los que coincidió en algún filme. Pareja de comedias de amor y risa de Concha Velasco (entonces Conchita) y cabeza de espectáculos musicales en el Teatro Eslava, algunos escritos y dirigidos por él. Compagina estos trabajos con programas y apariciones puntuales en Televisión Española, que multiplicaron su fama. En los años setenta del pasado siglo, reaparece una vieja dolencia y, poco después, sufre un accidente que lo deja en silla de ruedas. Lleva con dignidad su decadencia y su retiro, solo alterados por la concesión de alguna distinción pública o premio de círculos especializados que valoraron su rol histórico. En 1998, Santiago Segura lo rescata del olvido y le brinda un papel en Torrente, el brazo torpe de la ley -intervino también en las tres entregas siguientes- que le valió el Goya al mejor actor de reparto. La interminable serie Cuéntame cómo pasó le dio la oportunidad de actuar en algunos episodios como un estanquero castizo de un barrio del Foro, que, como en los años de sus inicios, huele a repollo y suena con chismes y rumores y, a través del cual, se pretende contar el cambio de un país alegre y triste, memorión y desmemoriado, optimista y cenizo.