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Bajo la sombra de la Tangentópolis – Por Alfonso González Jerez

   

El Padrino, de Mario Puccio, es una mala novela, pero una mala novela realmente buena. Una mediocridad cochambrosa, pero una mediocridad espléndidamente escrita y que no carece de algunas observaciones maliciosas que el escritor deja caer sin mayor énfasis. La más interesante, quizás, sea una observación casual que realiza sobre la extensión de las organizaciones mafiosas en la costa este de Estados Unidos en los años veinte y treinta del pasado siglo. “La corrupción, la delincuencia y eventualmente la violencia y los asesinatos tomaron tal intensidad”, escribe Puccio más o menos, “que por un momento los jefes mafiosos temieron que se produjera una reacción y que el gobierno democrático fuera interrumpido, pero afortunadamente no fue así”. Los jefes mafiosos -viene a decir el novelista- entendía que la democracia era imprescindible para que continuara su negocio y que un régimen dictatorial severo podría arruinarlo. Esta hipótesis puede encontrar una confirmación parcial con lo ocurrido en el Sur de Italia durante el mandato de Benito Mussolini. El régimen fascista fue incapaz de alcanzar una entente cordial con las organizaciones mafiosas de las provincias rurales. La fiera autonomía de las mismas era inasumible por un modelo de Estado que pretendía el máximo control social. Está suficientemente documentado el apoyo punto menos que sistemático que la Mafia brindó a la resistencia en Italia y a la ocupación del sur del país por las fuerzas aliadas.

La corrupción política no es fatalmente inevitable en las democracias parlamentarias y, en todo caso, solo desde una perspectiva democrática del Estado de derecho se la puede combatir eficazmente. Se me antoja poco fiable -como diagnóstico y como alternativa- describir el vigente sistema político e institucional español como una gigantesca pantomima destinada a legitimar el robo, el latrocinio, la perpetuación indefinida de una élite política y una oligarquía bancaria y empresarial que vampiriza a los ciudadanos y nos mea en la cara. No porque varios de los elementos de dicha descripción sean radicalmente falsos: lo que se puede someter a falsación es la deslegitimación general de todo el orden político y constitucional. En un régimen como el arriba descrito los ciudadanos no tendrían la más remota posibilidad de conocer, por ejemplo, los sucios manejos de Luis Bárcenas, exgerente y extesorero (y también exsenador) del Partido Popular como, durante el franquismo, la inmensa mayoría de la población desconocía las operaciones financieras y económicas de una corrupción que sí era, en sí misma, un sistema de gobierno. Y esto no resta un ápice la gravedad de una situación política que cada vez recuerda más la Tangentópolis italiana, detonador del hundimiento del sistema de partidos instalado después de la II Guerra Mundial y dominado por una Democracia Cristiana infinitamente venal y un Partido Comunista que, con toda su tradición, potencia e inteligencia organizativa, no supo estar a la altura. Lo cierto es que ahora se han conocido las millonarias cuentas corrientes de Bárcenas en Suiza y que, ante las informaciones sobre entregas de dinero negro como sobresueldo a los integrantes de la dirección nacional del PP, solo se ha escuchado una declaración tan común como parca, casi una tosesita en prosa administrativa : no me consta. No es una negativa tajante. Es un recurso retórico que los dirigentes conservadores están empleando para salvar individualmente sus propias nalgas mientras el presidente del Gobierno y líder del Partido Popular, Mariano Rajoy, que en su día defendió hasta la imprudencia más descabellada la inocencia de Bárcenas, se encastilla, estúpida o cobardemente, en el silencio. Si se confirma definitivamente que a) el extesorero del PP desvío a Suiza parte de los ingresos irregulares obtenidos por su organización; b) se ha valido de la amnistía fiscal abierta por el Gobierno conservador para blanquear parte de estos fondos y c) repartía pasta en sobres a pocos, muchos o algunos de los miembros de la Junta Directiva Nacional del PP la evidencia de una organización corrompida hasta el tuétano será inevitable. Resulta indiferente que estas prácticas sean anteriores a la llegada de Rajoy y su equipo al Gobierno español. Lo es porque Rajoy no solo confirmó, sino ascendió en su día a Luis Bárcenas, ampliando sus potestades administrativas, y lo impuso, por segunda vez, en una lista electoral al Senado. Si quedan demostradas únicamente las dos primeras circunstancias mencionadas anteriormente, Mariano Rajoy debería dimitir como presidente del Gobierno español.

En esta tesitura se plantean dos actitudes que el que suscribe encuentra, hasta cierto punto, íntimamente entrelazadas. La primera se basa en el espanto a un vacío político cuyo vertiginoso futuro resulta difícilmente previsible. En un país sumergido hasta las cejas en una recesión económica devastadora, en el que crecen las tensiones sociales y se agudiza la vigilancia acuciosa de los organismos económicos internacionales, la caída estruendosa de un Gobierno y la atomización política de las Cortes (aseguran) solo puede empeorar las cosas. La segunda forma parte de la irreprimible tendencia conspiranoica de cierta izquierda y se sustancia en artículos y soflamas de Ignacio Escolar y sus clones: esto que aparece ahora es una voladura controlada del caso Bárcenas para reducir el daño previsible al Gobierno del PP y su presidente. Escolar y compañía arguyen que el reparto de sobres entre los gerifaltes del PP acabó hace años, cuando María Dolores de Cospedal se asentó como secretaria general, y si fueran acreditados, estarían legalmente prescritos. Una perfecta tontería: el reparto de sobres muy difícilmente se podrá demostrar jamás. En cambio, los 22 millones de Bárcenas en Suiza están ahí, en una cuenta de Zúrich, y tienen la suficiente fuerza para aniquilar el debilitado crédito político de Rajoy y compañía. Ambas reacciones (este asunto desestabiliza el sistema democrático, este asunto no es más que una nueva triquiñuela de lo que pretenden hacer pasar por una democracia) están unidos por un denominador común: la desconfianza hacia la democracia parlamentaria como sistema político y el escepticismo sobre su reforma: solo se contempla la inacción resignada o la sustitución a través de un proceso actualmente apenas imaginable. No deja de ser curioso que desde las bases del centroizquierda y la izquierda española se conceda una credibilidad automática a una información publicada por El Mundo y que, en el caso del reparto de sobres, se limite a repetir supuestas declaraciones de políticos y funcionarios de la sede central del PP en Madrid, frente a la cual se concentraron, en la noche del pasado viernes, varios cientos de personas bajo el lema Queremos hoy la cabeza de Rajoy.

La corrupción política es un fenómeno complejo, no un pecado que desaparecería al instante después de un rezado, aunque el padrenuestro sea una nueva Constitución. En la corrupción de los partidos políticos (a través de tramas como las de Filesa, Gürtel o la que tiene su epicentro en CiU) obedece a un conjunto de variables muy amplio e interrelacionado: desde la ambición cloacal por el dinero y los pruritos de estatus social hasta las necesidades económicas de los partidos para gastos de propaganda electoral, marketing, financiación de sus aparatos burocráticos. La gran mayoría de politólogos y sociólogos coinciden en que a una sociedad civil fuertemente vertebrada, con alto nivel de educación, sistemas electorales justos, transparencia informativa y controles económico-presupuestarios imparciales y eficaces, es decir, una sociedad con calidad democrática real, corresponde un bajo nivel de corrupción política. Y lo que cabe exigir y reclamar, en esta espeluznante crisis política e institucional, es precisamente eso.

La mayoría social -y lo indica tal vez el alarmante aumento de la voluntad abstencionista en las últimas encuestas electorales- está más dispuesta a apoyar reivindicaciones y cambios concretos que respaldar aventuras constituyentes o fantasías transformistas: una nueva normativa que regule la financiación de los partidos políticos y limite los gastos electorales, una mejor capacidad regulatoria del Estado, una democratización real de las organizaciones políticas y sindicales, transparencia informativa, función pública meritocrática y eficiente, enseñanza de los valores constitucionales en las aulas, reforma reglamentaria, fortalecimiento e independencia de tribunales y audiencias de cuentas, un rediseño institucional que avanzará, sin excluir reformas constitucionales, con aciertos, torpezas y correcciones. La respuesta habitual es que los grandes partidos siempre bloquearán estas demandas ciudadanas de estirpe democrática. Pues bien: no queda otro camino que vencer las resistencias. Nada es un regalo, nada es gratis, nada se consigue sin causas comunes y concretas capaces de aglutinar a la mayoría social del país y que convenzan a unos y a otros (clases medias, trabajadores, desempleados, becarios o jubilados) de su impostergable necesidad.