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Un contagio inevitable – Por Francisco Pomares

El diputado del PP y alcalde de Valverde, Agustín Padrón, ha renunciado a ambos cargos, tras ser juzgado por el Tribunal Superior de Justicia de Canarias como culpable de malversación y prevaricación en la compra con dinero municipal, y pagando cinco veces el valor de un solar en la capital herreña. Es verdad que la sentencia, que condena a Padrón a dos años de cárcel y once de inhabilitación para el desempeño de cualquier cargo público puede ser recurrida ante el Supremo, y probablemente lo sea en los próximos días. Pero no parecía sostenible mantenerse en el machito con un veredicto tan contundente, que -por cierto- afecta también al que fuera teniente de alcalde con Padrón cuando se produjo la compra, el nacionalista José Miguel de León, condenado por los mismos hechos.

Lo sorprendente es que la decisión de Padrón y de León de dejar sus cargos nos parezca sorprendente, cuando debería ser práctica automática: un condenado por la justicia no puede seguir en un cargo público. Lo que pasa es que en Canarias somos bastante tropicales para algunas cosas. Después del espectáculo del exalcalde de Arona, Berto González Reverón, pegado con Poxipol a su sillón durante medio año después de otra contundente condena en firme, que los herreños Padrón y de León hagan lo que procede ante una sentencia nos resulta extraño.

No debiera serlo: hubo un tiempo, no tan lejano, en que la mera acusación de un político ante un tribunal por hechos de naturaleza claramente delictiva provocaba su casi automático abandono de la política, el rechazo automático de su partido y de la ciudadanía. Durante la Transición esa era la norma. Es probable que la generalización del recurso a judicializar todos los conflictos políticos haya influido en que aquí ya no se mueva nadie de sus cargos y canonjías hasta que los tribunales nos obligan a ello con sentencias irrevocables. También influye el que hoy la política sea una profesión más, una carrera de largo recorrido, en la que los episodios judiciales han acabado por convertirse en parte inevitable del currículo.

La nuestra se ha ido volviendo con los años una sociedad cada vez más tolerante con la corrupción y la golfería, entre otras cosas porque muchos de quienes deberían ofrecernos el ejemplo de su comportamiento son pura gentualla capaz de corromperse por un traje de marca, una mediocracia sin más mérito que el aval de sus partidos, instalada en la buena vida y en la golfería y que han acabado por contagiar a la mayoría su total menosprecio a la decencia y la mesura.